viernes, 23 de abril de 2010

La Máquina de Coser - Vicente Riva Palacio

Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el armado combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla en un naufragio, de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía, y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás; pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oirse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta, veía siempre luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro de Apolo, y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía en el trabajo.

Pero al fin llegó un día en que fue preciso desprenderse de aquella fiel amiga: el casero cobraba tres meses; doña Juana no tenía ni para pagar uno; era el verano, y las señoras que podían protegerla no se hallaban en Madrid; estaban unas en Biarritz, otras en San Sebastián, otras en el Sardinero de Santander; y el administrador se mostraba inflexible.

No había medio; empeñar la máquina o salir con ella a pedir limosna en mitad de la calle.
Cuando Marta vió que don Pablo el portero cargaba con aquel mueble, esperanza y compañía de su juventud, sintió como si fuera a ver expirar una persona de su familia.

Salió el portero; Marta volvió los ojos al lugar que había ocupado la máquina, miró el polvo en el piso, dibujando la base de la pequeña cómoda, y le pareció como si se hubiera quedado huérfana en ese momento. Todo lo por venir apareció ante sus ojos.

Pan y habitación para un mes, ¿y luego? ... Se cubrió la cabeza, se arrojó sobre su cama y comenzó a llorar silenciosamente, y como les pasa a los niños, se quedó dormida.

Muchos meses después, una mañana, al sentarse a la mesa para almorzar, el General Cáceres, recibió una carta, que en una preciosa bandeja de plata le presentó su camarista.

El General la abrió, y a medida que iba leyéndola se acentuaba una sonrisa en sus labios que vino a terminar casi en una carcajada.

- Son ocurrencias preciosas las de mi hermana -dijo a sus invitados-, ni al demonio se le ocurre encargar a un soldado viejo y solterón la compra de una máquina de coser.

- ¿La Marquesa va a dedicarse a la costura? -preguntó sonriendo uno de los amigos.

- Buena está ella para eso, que ya no ve -dijo el General-, pero quiere regalar una máquina a una chica muy trabajadora de Segovia, y quiere que yo se la busque. Esta Susana un día inventa un nuevo toque de ordenanza: ¡llamada de pobres y rancho! ... Zapata, ¡dí a Pedrosa que venga en seguida!

Zapata era el camarista, y Pedrosa el mayordomo, y los dos sabían que el General tenía el genio más dulce de la tierra con tal de que no le contradijeran y que le sirviesen al pensamiento.
Los otros criados comenzaron a servir el almuerzo, y pocos momentos después se presentó Pedrosa.

- Oiga usted -dijo el General al verle- vea usted esta carta de mi hermana; que se le compre de los lotes del Monte de Piedad una máquina de coser; va usted a comprarla en seguida.

- Mi General, no sé si habrá hoy un lote de máquina.

- Yo no entiendo de eso. Va usted por ese chisme para enviarlo a la Marquesa. Que esté listo para todo servicio, ¿entiende usted de máquinas?

- Sí, mi General.

- Pues en marcha.

Aún tomaban café cuando regresó Pedrosa sudando y rojo de fatiga.

- Ahí está ya la máquina.

- Bien; arréglela usted para que pueda ir esta tarde por el tren; pero no, tráigala usted aquí, quiero ver cómo es una de esas máquinas, que no las conozco.

- Pero, mi General -dijo uno de los convidados- ¿querrá usted hacernos ver que nunca ha tenido que ver con una modista?

- Si que he tenido, y con varias; pero doy a ustedes mi palabra de honor, como militar, que si han tenido máquina de coser, era el aparato que menos funcionaba durante mi visita.

Entraron la máquina al comedor; rodeáronla todos, y cada uno de ellos daba su opinión sobre ruedas y palancas, y querían moverla de un modo y de otro, todo con la más perfecta ignorancia.

- Está bien cuidada -dijo el General-, se conoce que trabajaba la muchacha que la mandó empeñar ... ¡pobre mujer! Quizá le costó un sacrificio el desprenderse de este mueble, obligada por la necesidad.

- Quizá le sopló la fortuna y no quiso trabajar más -replicó uno de los comensales.

- Doctor -dijo el General-, nadie empeña cuando sopla la fortuna. Algo daría yo por saber de quién era esta máquina.

- ¿Y para qué?

- Toma, ¿y para qué? Para devolvérsela; que si no la ha desempeñado y ha dejado venderla, será porque no tiene todavía; yo compraría otra para mi hermana, si ella regala una máquina, ¡por qué no he de regalar yo otra?

Pedrosa, que ya sabía que cuando el General inventaba algo lo había de llevar adelante, se apresuró a decir:

- Sí mi General quiere, por los papeles que dan en el Monte de Piedad puedo yo saber quién era la dueña.

- Pues en seguida tome usted un mozo de cuerda, y va usted con la máquina hasta entregarla a la pobre mujer que la empeñó.

- Mi General, ¿y si me preguntan de parte de quien voy?

- Bueno, diga usted que de parte de un caballero, de parte de una señora; invente usted un cuento; en fin, lo que a usted se le antoje; no más que no suene mi nombre para nada.

Pedrosa salió apresuradamente, y todos volvieron a tomar sus respectivas tazas de café.

En un alegre piso de la calle del Varquillo había habido un almuerzo animadísimo: era la casa de Celeste, que era el nombre de guerra de la hermosa propietaria de aquel nido de amores. Dos o tres amigas suyas estaban allí, y con ellas otros tantos amigos del joven Marqués que cubría los gastos de aquella casa.

La sobremesa se había prolongado; sonaban carcajadas y ruidos de copas, y la madre de Celeste entraba y salía disponiéndolo todo, que aunque nunca había tenido grandeza, había servido en casas en donde la grandeza era el estado normal.

Repentinamente sonó la campanilla: alguien llamaba en la escalera, cruzó la puerta, y pocos momentos después entró la doncella, que era una francesita con humos de gitana, y dirigiéndose a celeste le dijo;

- Señora, un hombre que trae una máquina de coser para la señora.

- ¿Para mí? -dijo con gran admiración Celeste-. Se habrán equivocado de cuarto.

- Ya se lo dije, pero insiste en que es para la señora.

- ¡Vaya una cosa curiosa! A ver esa máquina; que la traigan aquí.

La doncella salió, y los chistes más picantes se cruzaron entre los convidados a propósito de aquel regalo. La madre de Celeste, al lado de la puerta, esperaba también con curiosidad.

El mozo de cuerda entró con la máquina, la colocó en medio del comedor y se retiró inmediatamente. Celeste se levantó sonriendo, se acercó al mueble y repentinamente una nube de tristeza cubrió su rostro; abrió con mano trémula las puertecillas, y exclamó como una especie de gemido, dirigiéndose a la mujer que estaba en la puerta.

- ¡Madre, nuestra máquina!

Y se inclinó sobre el mueble silenciosamente.

Todos callaban, respetando aquel misterio; algunas lágrimas desprendidas de los ojos de Celeste caían sobre los acerados resortes del aparato.

- ¿Quién ha traído esto? -dijo de repente- Que entre, que me diga quién manda esto.

Pedrosa, penetró en la habitación, comprendió lo que pasaba, y subyugado por el sentimiento de aquella mujer, conto todo, todo, sin ocultar el nombre del General.

Celeste escuchó hasta el final, y después, irguiéndose, le dijo a Pedrosa:

- Dígale usted al General que con toda mi alma le agradezco este regalo; pero que no lo acepto porque ya es tarde, muy tarde, por desgracia; llévese usted esa máquina, que no la quiero en mi casa, que no la quiero ver, porque sería para mí como un remordimiento. Que se la regalen a esa mujer honrada; que se la regalen, que muchas veces la falta de una máquina de coser precipita a una joven en el camino del vicio ... pero no, espere usted un momento.

Celeste, como si estuviera sola, salió precipitadamente del comedor, llegó a su gabinete, abrió una pequeña gaveta, y sacó de allí un carrete de hilo, ya comenzado, volvió al comedor, hizo mover los resortes de la máquina, colocó allí el carrete como si ya fuera a trabajar, y dirigiéndose a Pedrosa le dijo:

- Dígale que yo misma he colocado ese carrete, el último que tuvo la máquina, y que lo guardaba como un recuerdo: ese es el regalo de la muchacha honrada para la joven de Segovia.

jueves, 15 de abril de 2010

Historia Verídica - Julio Cortázar

A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.

Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo.

A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.

viernes, 2 de abril de 2010

Mi Vida con la Ola - Octavio Paz


Cuando deje aquel mar, una ola se adelanto entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.

Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miro seria: "Su decisión estaba tomada. No podía volver". Intente dulzura, dureza, ironía. Ella lloro, grito, acaricio, amenazo. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.

Tras de mucho cavilar me presente en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.

El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acerco otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acerco al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miró con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.

La señora se llevo el vaso a los labios: -Ay el agua esta salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al Conductor: -Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó al Inspector: -¿Conque usted echó substancias en el agua? El Inspector llamó al Policía en turno: -¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía en turno llamó al Capitán: - ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me hablo, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?. Una tarde me llevaron ante el Procurador. -Su asunto es difícil -repitió-. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así paso un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llego el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamó: -Bueno, ya esta libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, por que la próxima le costara caro... Y me miro con la misma mirada seria con que todos me veían.

Esa misma tarde tome el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegue a México. Tome un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. -¿Cómo regresaste? -Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojo en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgace mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.

Cuántas olas es una ola o como puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacia tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo liquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecia en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caian sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrian de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacia horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo.

Pero jamás llegue al centro de su ser. Nunca toque el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez mas lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro... no, no tenia centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.

Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacia humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacia también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por alas azoteas. Los días nublados la irritaban; rompia muebles, decia malas palabras, me cubria de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.

Empezó a quejarse de soledad. Llene la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos. Cuantos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relampagas de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por que aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.

Un día no pude más; eche abajo la puerta y me arroje sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me deposito en la orilla y empezó a besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de loas ahogados.

Cuando volví en mi, empecé a temerla y a odiarla. Tenia descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar los amigos y reanude viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre.

Mi redentora empleo todas sus artes, pero, qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante - y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis incesantes. Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayo sobre la ciudad. Llovia una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y sentir como se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez mas prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.

Huí. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respire el aire frío y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.