viernes, 8 de octubre de 2010

Encaminada - Nicolás Bertola

Cuando la vida de Paula se encontraba ante esas encrucijadas que los bobos vecinos del piso de arriba hubieran denominado histeria, muchas luces parecían apagarse, los caminos hacerse difusos y sus minutos pesados. Paula vivía en un departamento heredado de su tía. Por alguna razón una de las ventanas de la sala no se abría, permanecía fija. Ella pensaba que se trataba del marco de un cuadro perfecto para un paisaje verde como el que imagino en una lectura de un cuento chino, cuando era niña. Lo cierto que tras el vidrio, el cuadro no otorgaba las imágenes naturales ni verdes, sino siempre el mismo retrato del tapial del baldío del frente, que apenas mutaba con la superposición de grafitis, algún auto o bicicleta efímero que interrumpía la vista o el agua de la lluvia que le dejaba manchas negras chorreantes. Esta idea de las manchas le gustaba mucho, ya que el paso del tiempo no era algo que le amargara, más allá de cierta vanidad femenina que le dictaba usar cremas para que las arrugas de su rostro demorasen en aparecer o comer sano y poco, sobreto poco para evitar la grasa abdominal. Los pesados de arriba hubieran dicho rollitos o salvavidas.

El departamento aparte de tener una ventana que no abría, otras que sí, tenía cierta imagen antigua, cosa que le hubiera encantado a su tía si aún siguiera viva. Algunas personas hacen de lo cotidiano su vida, su seguridad, le temen a los cambios o sobresaltos, así había vivido la tía. Si bien la casa tenía esa atmósfera antigua Paula había hecho intentos de decoración, comprado un televisor nuevo que casi no miraba, limpiado mucho y cambiado las pútridas cortinas. La puerta del patio era de chapa pintada de blanco con tres paneles de vidrios esmerilados horizontales, estaba un poco oxidada en parte inferior por la salpicadura de años de chaparrones. La puerta del frente era de algún tipo de madera dura, también pintada capa por capa, año por año. Al abrirse ésta pronunciaba el chirrido clásico de las películas de terror pero es algo que ella nunca cambiaría. De esta puerta, por fuera colgaba un manijón de bronce que jamás habia sido lustrado, y por encima el número del departamento. Cuando la vida de Paula se encontraba ante esas encrucijadas dos puertas parecía tener para salir del a angustia de no poder hacer lo que debía hacer.

Ultimamente se alejaba, pero en realidad no quería escapar. Los paseos hacia ninguna parte pero por la calle, sumidos en la música que oía a máximo volúmen desde su reproductor personal la distraían un poco de las determinaciones ausentes. Si bien Paula era joven la tecnología no era parte de sí, y tambíen el mp3 fue un regalo. Su especial predisposición natural para recibir herencias y regalos se contraponía con el temor de decidir. Las dudas no la mataban pero literalmente le robaban mucho de su vida. Cada vez más seguido ella salía por la puerta del frente.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Desde Lejos - Nicolás Bertola


Todos los días sentado en su sillón de caños y asiento de tiras de nylon entrelazado veía pasar la misma película por sus ojos. Los autos siempre en la única dirección ya no ofrecían siquiera juegos adivinatorios, el azar de colores y marcas había quedado atrás hace unos años, ya todo era predecible, la rutina se consagraba en su vida. 

A veces, sólo a veces alguien rompía la monotonía con un "eadió donespíndola" pasando en bicicleta, al que respondía con la mano apenas en alto y abriendo la boca en un preludio de saludo que nunca saldría. Marcaba compases inaudibles con el balanceo de su pierna derecha, apoyando la punta del pie y haciendo eje con esta contra el piso de baldosas grises ya gastadas y una contracción de su pantorrilla, levantando la rodilla por sobre el muslo. Profundizaba estos movimientos, los hacía parte de su identidad y su espera. No era un gesto nervioso, era un delinear del tiempo que en esa calle parecía tener un lógica rebelde, ya que en algunas ocasiones cuando no transitaban los autos la tarde demoraba más en irse.

Aunque cada vez más el destino parecía ser el mismo, la puerta de180 se abría seguido. El 180 era una casa parecida a todas las del 1970, es decir con un estilo de la década del 50 basada en la arquitectura de los 30. No tenía nada de especial salvo que su puerta se abría seguido y que ésta daba casi al frente del sillón de Don Espíndola. Cosa del destino, diría él sin saber realmente lo que decía.

Ilustración: Natalia García Calderón

domingo, 1 de agosto de 2010

El Vestido Blanco - Felisberto Hernández

I

Yo estaba del lado de afuera del balcón. Del lado de adentro, estaban abiertas las dos hojas de la ventana y coincidían muy enfrente una de otra. Marisa estaba parada con la espalda casi tocando una de las hojas. Pero quedó poco en esta posición porque la llamaron de adentro. Al poco Marisa salía, no sentí el vacío de ella en la ventana. Al contrario. Sentí como que las hojas se habían estado mirando frente a frente y que ella había estado de más. Ella había interrumpido ese espacio simétrico llena de una cosa fija que resultaba de mirarse las dos hojas.

II

Al poco tiempo yo ya había descubierto lo más primordial y casi lo único en el sentido de las dos hojas: las posiciones, el placer de las posiciones determinadas y el dolor de violarlas. Las posiciones de placer eran solamente dos: cuando las hojas estaban enfrentadas simétricamente y se miraban fijo, y cuando estaban totalmente cerradas y estaban juntas. Si algunas veces Marisa echaba las hojas para atrás y pasaban el límite de enfrentarse, yo no podía dejar de tener los músculos en tensión. En ese momento creía contribuir con mi fuerza a que se cerraran lo suficiente hasta quedar en una de las posiciones de placer: una frente a la otra. De lo contrario me parecía que con el tiempo se les sumaría un odio silencioso y fijo del cual nuestra conciencia no sospechaba el resultado.

III

Los momentos más terribles y violadores de una de las posiciones de placer, ocurrían algunas noches al despedirnos.

Ella amagaba a cerrar las ventanas y nunca terminaba de cerrarlas. Ignoraba esa violenta necesidad física que tenían las ventanas de estar juntas ya, pronto, cuanto antes.

En el espacio oscuro que aún quedaba entre las hojas, calzaba justo la cabeza de Marisa. En la cara había una cosa inconsciente e ingenua que sonreía en la demora de despedirse. Y eso no sabía nada de esa otra cosa dura y amenazantemente imprecisa que había en la demora de cerrarse.

IV

Una noche estaba contentísimo porque entré a visitar a Marisa. Ella me invitó a ir al balcón. Pero tuvimos que pasar por el espacio entre esos lacayos de ventanas. Y no sabía qué pensar de esa insistente etiqueta escuálida. Parecía que pensarían algo antes de nosotros pasar y algo después de pasar. Pasamos. Al rato de estar conversando y que se me había distraído el asunto de las ventanas, sentí que me tocaban en la espalda muy despacito y como si me quisieran hipnotizar. Y al darme vuelta me encontré con las ventanas en la cara. Sentí que nos habían sepultado entre el balcón y ellas. Pensé en saltar el bacón y sacar a Marisa de allí.

V

Una mañana estaba contentísimo porque nos habíamos casado. Pero cuando Marisa fue a abrir un roperito de dos hojas sentí el mismo problema de las ventanas, de la abertura que sobraba. Una noche Marisa estaba fuera de la casa. Fui a sacar algo del roperito y en el momento de abrirlo me sentí horriblemente actor en el asunto de las hojas. Pero lo abrí. Sin querer me quedé quieto un rato. La cabeza también se me quedó quieta igual que las cosas que habían en el ropero, y que un vestido blanco de Marisa que parecía Marisa sin cabeza, ni brazos, ni piernas.

sábado, 31 de julio de 2010

Libertad de Papel - Nicolás Bertola

De alguna manera empezo a sospechar que su vida no estaba construida con ladrillos de verdad, la suma de acontecimientos casi siempre tenian finales felices o muy trágicos, pero estaba ausente esa cotidaneidad fastidiosa que tienen el resto de las personas. Lo especial de su vivir estaba materializado por paredes de hojas de papel en blanco a las que meciendo sus dedos y en ellos la lapicera, interrumpía con símbolos danzantes que unidos formaban letras, palabras, oraciones, cuentos que lo hacian sentir... a veces bien, otras mal pero siempre sentir.

Darse cuenta que pertenecer a un mundo soñado desmoronaba todos sus anhelos y hacía dudar de su pasado. Una sutil linea, fina como las hojas de papel donde escribía su vida separaban lo real de lo imaginado. Él había quedado sumido en sus creaciones literarias, en la construcción de su todo, en la ignorancia de un mundo no deseado, en sus sueños.

Nunca tan hondo poseyó la sensación de libertad esperada, ni siquiera en la de los relatos de sus personajes heroicos presos de ataduras terrenales pero con deseos hidalgos. Se ahogaba en esa sensación y en litros de preguntas, muchísimos mas que los de tinta había plasmado en esa ondulante manera de pensar y vivir.

Tenía que redescubrir su vida, comenzar a caminar, sabiendo que todo lo pasado había sido ideal, pero no feliz. En cierto modo toda la experiencia creada le serviría para afrontar el mundo real, pero también le daba temor encarar la situaciones del verdadero presente y tener que perder, sufrir o hasta enamorarse.

En buena hora había despertado y esos temores se trasladaban a ansiedad y curiosidad por encontrarse y encontrar. El mundo real estaba allí a comenzar, a la distancia de un paso que muchas veces imaginó dar, pero que ahora lo haría caminar de verdad. Pisó con su pie derecho y nada ocurrió, miro hacia arriba, a los costados, hasta cerró los ojos para ver en su adentro. Se animó a más y al levantar su otra pierna para continuar, sintió por primera vez ganas de correr. Sonrió.

martes, 6 de julio de 2010

El Castillo en la Aguja - José Emilio Pacheco

Por la noche, antes de quedarse dormido, escuchaba el galope del viento sobre el campo de espigas. En la mañana desayunaba con su madre. Salía de la cocina a pasear por los jardines de la casa. Le gustaba ver los juegos del sol en el plumaje de los pavos reales y su propia cara reflejada en el fondo del pozo. Subía al muro que los aislaba de la carretera y durante horas contaba los vehículos que iban al puerto o regresaban de él.

A las dos su madre le servía el almuerzo en la mesa con mantel de hule. Después Pablo se dirigía a la huerta y, si don Felipe y Matilde no lo vigilaban, sus diversiones eran violentas: destruir hormigueros, cazar mariposas y arrancarles las alas. Luego, al oscurecer, tomaban café con leche y pan dulce. Y mientras su madre escuchaba en la radio las trasmisiones más populares de 1948, Pablo leía El Corsario Negro y Vicie al centro de la tierra, libros prestados por Gilberto. En eso consistían sus vacaciones y representaban algo parecido a la felicidad. Cuando terminaran volvería al internado y a las obligaciones, regaños, burlas, golpes.

A fines de 1946 ocupó la presidencia Miguel Alemán y el señor y la señora Aragón se fueron a vivir a la capital. Mantuvieron la casa de campo aunque nada más la visitaban una o dos veces al año. Quedó al cuidado de gente de confianza: don Felipe, su arraigo de infancia, cuando nadie hubiera predicho que Aragón se iba a enriquecer en la política y el otro jamás saldría de pobre; Matilde con la que don Felipe llevaba más de treinta años, y Catalina, la muchacha que desde pequeña había servido a la familia. En un mal momento Catalina resultó embarazada, nunca dijo por quién, y en la Navidad de 1936 nació Pablo. Matrimonio sin hijos, los Aragón se compadecieron de él y le pagaban el internado en el puerto.

Desde el autobús Pablo miraba la vegetación implacable crecida entre las ciénagas. A la distancia apareció el campo de espigas. Pablo se levantó para indicar al chofer el sitio en que se bajaría. Cuando el vehículo sea detuvo, el niño dio las gracias y atravesó la carretera. Deslumbrado por el sol, avanzó por el sendero de grava. Su madre salió a abrirle la reja y Pablo entró en su casa, la casa ajena, el castillo en la aguja.

Las ventanas del gran salón daban al mar. Terminadas las clases Pablo se quedaba de pie y observaba las olas que no descansan. En el internado tenía un solo amigo, Gilberto. Nunca entendió por qué estaba en en sitia que no era el suyo. Gilberto aseguraba que sus padres se propusieron templar su carácter, disciplinarlo para que al crecer no fuera un inútil, como tantos hijos de ricos, y preparar su ingreso en la Culver Military Academy de Indiana.
"O nos hacemos como ellos o vamos a ser eternamente sus criados", aseguró el ingeniero Benavides padre de Gilberto en una conferencia que dio a los internos. "Si con Miguel Alemán los mexicanas no nos ponemos al día ya no lo vamos a hacer jamás. Ahora o nunca. Es tiempo de acabar con tanta in
juria, con tanta corrupción, con tanta ignorancia, can tanta pereza, con tanta irresponsabilidad. Me niego a pensar que este país nació así y ya no tiene: remedio."
A pesar de la amistad Gilberto nunca lo había invitado a su casa. Un domingo lo hizo por fin y entonces Pablo conoció a Yolanda. Gilberto los presentó, su hermana retuvo por un instante la mano de Pablo y lo miró a los ojos. Se despidió, subió las escaleras y se perdió en el fardo del corredor.
Otro domingo fueron a un pueblo a orillas del ría. En un restaurante hecho de tablas comieron mojarras y camarones y escucharon música de arpas y guitarras. Algunas parejas salieron a bailar. La señora Benavides animó a Yolanda a hacerlo también.

-Participa en todos los festivales de la escuela. Es la mejor en bailes regionales y nadie le gana en flamenco y hawaiano. Tiene un gran talento de bailarina pero nosotros queremos verla con un tìtulo profesional - dijo como para ser escuchada y envidiada en todo el restaurante.

Yolanda se volvió a ver a Pablo y se negó. El ingeniero, le recordó a su esposa que se hallaban en un lugar al que sólo habían ido por la frescura de sus productos recién sacados del agua. Allí cabía gente de otra clase: indios, negros, obreros, estibadores, sirvientas, empleadas de almacén, personas vulgares. Una niña como Yolanda no iba a servirles de espectáculo. Benavides habló en un tono suave para que su esposa no se diera por amonestada en presencia de un intruso y Pablo, a su vez, entendiese el gran favor que le hacía una familia así a1 permitir que los acompañara.

El ingeniero pidió la cuenta y dejó una mínima propina. Volvieron al Buick y tomaron el camino de regreso. Pablo, que no había abierto la boca en toda la tarde, habló al oído de Gilbertó. El niño se inclinó hacia el asiento delantero:

-Dice Pablo que nos invita a conocer su casa.

-Dale las gracias - contestó Benavides-, pero creo quo mejor vamos otro día. Hoy ya es muy tarde y mañana hay que trabajar desde temprano.

Gilberto se empeñò en conocer el sitio del que tácito le había hablado su amigo. Ansiaba jugar en la huerta y observar, a los pavos reales.

-Está bien pero sólo un momento. No conocemos a sus padres y no es de buena educación, hacer visitas sin anunciarse- concluyó el ingeniero.

El automóvil siguió por la carretera arbolada. Hacía calor y el aire estaba lleno de sal. En el asiento de atrás Pablo ocupaba el lugar de en medio, el incomodo. Cuando el Buick tornó una curva tendida sobre la ciénaga Pablo sintió que el cuerpo de Yolanda rozaba su piel. Gilberto leía las aventuras de Mandrake. Su madre estaba absorta en la sección de sociales. De vez en cuando hacía comentarios despectivos que celebraba el ingeniero. Benavides encendió la radio. Como del fondo de los tiempos llegó un danzón. Al lado izquierdo apareció el campo de espigas.

Pablo se aproximó un centímetro más. Contra lo que esperaba, Yolanda no rehusó la cercanía. Sus manos se tocaron por un segundo. En ese instante apareció ante ellos el edificio que imitaba un castillo del Rin en medio de la vegetación tropical.

-Esta es mi casa- dijo Pablo como si se dirigiera sólo a Yolanda.

Gilberto interrumpió la lectura de los cómics para corregir a Pablo: -No, no es así. Se dice: "Aquí tienen ustedes su casa".

En vez de responder Pablo rozó de nuevo la mano de Yolanda. Benavídes moderó la marcha y el Buick entró por el sendero de grava. Don Felipe se apresuró a abrir el portón, se quitó el sombrero de palma y saludó inclinando la cabeza.

Pablo se volvió hacia Yolanda: -¿Te gusta?

Yolanda no tuvo tiempo de contestar: la señora Aragón apareció en el vestíbulo, bajó los escalones y se acercó a la ventanilla:

-Ingeniero, Dorita, qué milagro. No saben cuánto gusto nos da verlos. ¿Por qué nunca antes habían querido venir- Pasen por favor. Están en su casa.

Pablo trató de ver los ojos de Yolanda. La niña enrojeció, desvió la mirada, simuló interesarse en los pavos reales. Gilberto quedó rígido y fijó la vista en las aventuras de Mandrake. A1 descubrir a Pablo la señora Aragón le ordenó:

- Dile por favorcito a tu mamá que nos preparé café y sirva helados para los niños.

Pablo se alejó a la carrera y en vez de ir a la cocina fue hacia la veleta. Cerca del pozo rompió a llorar. Se asomó al fondo oscuro y el agua no reflejó su cara. En ese instante empezó a soplar el viento del norte. Levantó arena de la playa, dejó, surcos en las acequias y arrojó flores al pantano. El viento se adueñaba de todo mientras Pablo corría hacia un lugar en que nadie nunca pudiera humillarlo otra vez ante Yolanda.

lunes, 7 de junio de 2010

El Misógino - Max Jacob

-¿No me reconoces? Soy aquella a la que amaste tanto —decía la mendiga.

Me compadeci de la infortunada, la vestí y le di de comer.

¡Ah!, con cuánta autoridad dominaba al día siguiente a los de casa; vigilaba mis lecturas, se quejaba del olor del tabaco. Un dia, expulsó a mi legítima esposa.

–¿No me reconoces? Soy tu esposa legítima. . .

—¡Ah, no, una vez es suficiente!

Cierta Gente - "Alquimero"

Hay personas que son accidentes, situaciones; y como tales aparecen sin ser invitados. Al poco tiempo se desvanecen como fantasmas, como humo entre los dedos. Llegan a encender una antorcha que alumbra un trozo del sendero, o abren una puerta nueva que nos lleva lejos o nos trae de vuelta. Hay personas que quizá no existan o lo hagan sólo por un instante, creadas por el ocio o por nadie. Eslabones de una extensa cadena que comienza y culmina en nosotros mismos. Personas, pretextos para no morir de aburrimiento, para creer que vivimos en un mundo ya muerto.

Gracias por otro aporte "Alquimero"

martes, 4 de mayo de 2010

Lo Olvidado - "Alquimero"

El hombre posee la ingratitud de deshacerse de las cosas con extrema facilidad. La cultura del desuso ante aquello que ha perdido las facultades para lo que inicialmente fue creado. Yo, encuentro una extraña fascinación en la inutilidad aparente. Me provoca y alienta a buscar nuevas formas y cualidades que sorprendan incluso a mí.

Es por eso quizá, que paso horas frente a la puerta del asilo para ancianos y en la parte más profunda de los mercados sobre ruedas, tienen tantas cosas en común… sitios conferidos para lo antiguo, lo maltrecho, lo olvidado.

Tal vez el ser humano se halla en ese sitio del universo, el destinado a la inmundicia, al desperdicio.

¡Gracias por el aporte Alquimero!

lunes, 3 de mayo de 2010

Autorretrato - Max Jacob

Max Jacob es un hombrecito calvo y raro. Desde hace treinta años busca su camino. Ha abandonado todos los géneros de poesía después de haberlos marcado todos con su paso. Su prosa no vale nada, su poesía menos. Pretende haber hallado una nueva psicología con bases astrológicas y su astrología ha sido superada por los psicólogos que no se sirven de ella como ciencia. Max Jacob es un necio. No tiene medios de expresión. En él todo sucede dentro, nada sale. Si intenta la actitud de hombre inteligente, resulta incomprensible o tedioso. Si la de poeta, se parece a todo el mundo, excepto a él mismo (a pesar de que es suficientemente original para haber sido plagiado, imitado o pisoteado). ¡Es un infeliz! Ensayó ser cristiano sin conseguir otra cosa que el paganismo. No se atreve ya a ser pagano por temor del infierno. ¡Es un infeliz! Tiene mucho éxito pero él sólo lo sabe.

viernes, 23 de abril de 2010

La Máquina de Coser - Vicente Riva Palacio

Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el armado combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla en un naufragio, de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía, y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás; pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oirse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta, veía siempre luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro de Apolo, y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía en el trabajo.

Pero al fin llegó un día en que fue preciso desprenderse de aquella fiel amiga: el casero cobraba tres meses; doña Juana no tenía ni para pagar uno; era el verano, y las señoras que podían protegerla no se hallaban en Madrid; estaban unas en Biarritz, otras en San Sebastián, otras en el Sardinero de Santander; y el administrador se mostraba inflexible.

No había medio; empeñar la máquina o salir con ella a pedir limosna en mitad de la calle.
Cuando Marta vió que don Pablo el portero cargaba con aquel mueble, esperanza y compañía de su juventud, sintió como si fuera a ver expirar una persona de su familia.

Salió el portero; Marta volvió los ojos al lugar que había ocupado la máquina, miró el polvo en el piso, dibujando la base de la pequeña cómoda, y le pareció como si se hubiera quedado huérfana en ese momento. Todo lo por venir apareció ante sus ojos.

Pan y habitación para un mes, ¿y luego? ... Se cubrió la cabeza, se arrojó sobre su cama y comenzó a llorar silenciosamente, y como les pasa a los niños, se quedó dormida.

Muchos meses después, una mañana, al sentarse a la mesa para almorzar, el General Cáceres, recibió una carta, que en una preciosa bandeja de plata le presentó su camarista.

El General la abrió, y a medida que iba leyéndola se acentuaba una sonrisa en sus labios que vino a terminar casi en una carcajada.

- Son ocurrencias preciosas las de mi hermana -dijo a sus invitados-, ni al demonio se le ocurre encargar a un soldado viejo y solterón la compra de una máquina de coser.

- ¿La Marquesa va a dedicarse a la costura? -preguntó sonriendo uno de los amigos.

- Buena está ella para eso, que ya no ve -dijo el General-, pero quiere regalar una máquina a una chica muy trabajadora de Segovia, y quiere que yo se la busque. Esta Susana un día inventa un nuevo toque de ordenanza: ¡llamada de pobres y rancho! ... Zapata, ¡dí a Pedrosa que venga en seguida!

Zapata era el camarista, y Pedrosa el mayordomo, y los dos sabían que el General tenía el genio más dulce de la tierra con tal de que no le contradijeran y que le sirviesen al pensamiento.
Los otros criados comenzaron a servir el almuerzo, y pocos momentos después se presentó Pedrosa.

- Oiga usted -dijo el General al verle- vea usted esta carta de mi hermana; que se le compre de los lotes del Monte de Piedad una máquina de coser; va usted a comprarla en seguida.

- Mi General, no sé si habrá hoy un lote de máquina.

- Yo no entiendo de eso. Va usted por ese chisme para enviarlo a la Marquesa. Que esté listo para todo servicio, ¿entiende usted de máquinas?

- Sí, mi General.

- Pues en marcha.

Aún tomaban café cuando regresó Pedrosa sudando y rojo de fatiga.

- Ahí está ya la máquina.

- Bien; arréglela usted para que pueda ir esta tarde por el tren; pero no, tráigala usted aquí, quiero ver cómo es una de esas máquinas, que no las conozco.

- Pero, mi General -dijo uno de los convidados- ¿querrá usted hacernos ver que nunca ha tenido que ver con una modista?

- Si que he tenido, y con varias; pero doy a ustedes mi palabra de honor, como militar, que si han tenido máquina de coser, era el aparato que menos funcionaba durante mi visita.

Entraron la máquina al comedor; rodeáronla todos, y cada uno de ellos daba su opinión sobre ruedas y palancas, y querían moverla de un modo y de otro, todo con la más perfecta ignorancia.

- Está bien cuidada -dijo el General-, se conoce que trabajaba la muchacha que la mandó empeñar ... ¡pobre mujer! Quizá le costó un sacrificio el desprenderse de este mueble, obligada por la necesidad.

- Quizá le sopló la fortuna y no quiso trabajar más -replicó uno de los comensales.

- Doctor -dijo el General-, nadie empeña cuando sopla la fortuna. Algo daría yo por saber de quién era esta máquina.

- ¿Y para qué?

- Toma, ¿y para qué? Para devolvérsela; que si no la ha desempeñado y ha dejado venderla, será porque no tiene todavía; yo compraría otra para mi hermana, si ella regala una máquina, ¡por qué no he de regalar yo otra?

Pedrosa, que ya sabía que cuando el General inventaba algo lo había de llevar adelante, se apresuró a decir:

- Sí mi General quiere, por los papeles que dan en el Monte de Piedad puedo yo saber quién era la dueña.

- Pues en seguida tome usted un mozo de cuerda, y va usted con la máquina hasta entregarla a la pobre mujer que la empeñó.

- Mi General, ¿y si me preguntan de parte de quien voy?

- Bueno, diga usted que de parte de un caballero, de parte de una señora; invente usted un cuento; en fin, lo que a usted se le antoje; no más que no suene mi nombre para nada.

Pedrosa salió apresuradamente, y todos volvieron a tomar sus respectivas tazas de café.

En un alegre piso de la calle del Varquillo había habido un almuerzo animadísimo: era la casa de Celeste, que era el nombre de guerra de la hermosa propietaria de aquel nido de amores. Dos o tres amigas suyas estaban allí, y con ellas otros tantos amigos del joven Marqués que cubría los gastos de aquella casa.

La sobremesa se había prolongado; sonaban carcajadas y ruidos de copas, y la madre de Celeste entraba y salía disponiéndolo todo, que aunque nunca había tenido grandeza, había servido en casas en donde la grandeza era el estado normal.

Repentinamente sonó la campanilla: alguien llamaba en la escalera, cruzó la puerta, y pocos momentos después entró la doncella, que era una francesita con humos de gitana, y dirigiéndose a celeste le dijo;

- Señora, un hombre que trae una máquina de coser para la señora.

- ¿Para mí? -dijo con gran admiración Celeste-. Se habrán equivocado de cuarto.

- Ya se lo dije, pero insiste en que es para la señora.

- ¡Vaya una cosa curiosa! A ver esa máquina; que la traigan aquí.

La doncella salió, y los chistes más picantes se cruzaron entre los convidados a propósito de aquel regalo. La madre de Celeste, al lado de la puerta, esperaba también con curiosidad.

El mozo de cuerda entró con la máquina, la colocó en medio del comedor y se retiró inmediatamente. Celeste se levantó sonriendo, se acercó al mueble y repentinamente una nube de tristeza cubrió su rostro; abrió con mano trémula las puertecillas, y exclamó como una especie de gemido, dirigiéndose a la mujer que estaba en la puerta.

- ¡Madre, nuestra máquina!

Y se inclinó sobre el mueble silenciosamente.

Todos callaban, respetando aquel misterio; algunas lágrimas desprendidas de los ojos de Celeste caían sobre los acerados resortes del aparato.

- ¿Quién ha traído esto? -dijo de repente- Que entre, que me diga quién manda esto.

Pedrosa, penetró en la habitación, comprendió lo que pasaba, y subyugado por el sentimiento de aquella mujer, conto todo, todo, sin ocultar el nombre del General.

Celeste escuchó hasta el final, y después, irguiéndose, le dijo a Pedrosa:

- Dígale usted al General que con toda mi alma le agradezco este regalo; pero que no lo acepto porque ya es tarde, muy tarde, por desgracia; llévese usted esa máquina, que no la quiero en mi casa, que no la quiero ver, porque sería para mí como un remordimiento. Que se la regalen a esa mujer honrada; que se la regalen, que muchas veces la falta de una máquina de coser precipita a una joven en el camino del vicio ... pero no, espere usted un momento.

Celeste, como si estuviera sola, salió precipitadamente del comedor, llegó a su gabinete, abrió una pequeña gaveta, y sacó de allí un carrete de hilo, ya comenzado, volvió al comedor, hizo mover los resortes de la máquina, colocó allí el carrete como si ya fuera a trabajar, y dirigiéndose a Pedrosa le dijo:

- Dígale que yo misma he colocado ese carrete, el último que tuvo la máquina, y que lo guardaba como un recuerdo: ese es el regalo de la muchacha honrada para la joven de Segovia.

jueves, 15 de abril de 2010

Historia Verídica - Julio Cortázar

A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.

Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo.

A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.

viernes, 2 de abril de 2010

Mi Vida con la Ola - Octavio Paz


Cuando deje aquel mar, una ola se adelanto entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.

Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miro seria: "Su decisión estaba tomada. No podía volver". Intente dulzura, dureza, ironía. Ella lloro, grito, acaricio, amenazo. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.

Tras de mucho cavilar me presente en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.

El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acerco otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acerco al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miró con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.

La señora se llevo el vaso a los labios: -Ay el agua esta salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al Conductor: -Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó al Inspector: -¿Conque usted echó substancias en el agua? El Inspector llamó al Policía en turno: -¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía en turno llamó al Capitán: - ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me hablo, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?. Una tarde me llevaron ante el Procurador. -Su asunto es difícil -repitió-. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así paso un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llego el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamó: -Bueno, ya esta libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, por que la próxima le costara caro... Y me miro con la misma mirada seria con que todos me veían.

Esa misma tarde tome el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegue a México. Tome un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. -¿Cómo regresaste? -Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojo en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgace mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.

Cuántas olas es una ola o como puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacia tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo liquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecia en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caian sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrian de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacia horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo.

Pero jamás llegue al centro de su ser. Nunca toque el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez mas lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro... no, no tenia centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.

Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacia humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacia también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por alas azoteas. Los días nublados la irritaban; rompia muebles, decia malas palabras, me cubria de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.

Empezó a quejarse de soledad. Llene la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos. Cuantos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relampagas de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por que aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.

Un día no pude más; eche abajo la puerta y me arroje sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me deposito en la orilla y empezó a besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de loas ahogados.

Cuando volví en mi, empecé a temerla y a odiarla. Tenia descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar los amigos y reanude viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre.

Mi redentora empleo todas sus artes, pero, qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante - y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis incesantes. Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayo sobre la ciudad. Llovia una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y sentir como se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez mas prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.

Huí. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respire el aire frío y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.

lunes, 15 de marzo de 2010

Palabras - Eduardo Galeano

Hace unos 15 millones de años, según dicen los entendidos, un huevo incandescente estalló en medio de la nada y dio nacimiento a los cielos y a las estrellas y a los mundos.

Hace unos 4 mil o 4 mil 500 millones de años, años mas años menos, la primera célula bebió el caldo del mar, y le gustó, y se duplicó para tener a quien convidar el trago.

Hace unos dos millones de años, la mujer y el hombre, casi monos, se irguieron sobre sus patas y alzaron los brazos y se entraron, y por primera vez tuvieron la alegría y el pánico de verse, cara a cara, mientras estaban en eso.

Hace unos 450 mil años, la mujer y el hombre frotaron dos piedras y encendieron el primer fuego, que los ayudo a defenderse del invierno.

Hace unos 300 mil años, la mujer y el hombre se dijeron las primeras palabras y creyeron que podían entenderse.

Y en eso estamos, todavía: queriendo ser dos, muertos de miedo, muertos de frío, buscando palabras...

viernes, 5 de marzo de 2010

El Sendero del Mago - Deepak Chopra

El más puro de los caballeros que sirvió a Arturo fue Galahad, a pesar de tener en común con el rey el hecho de haber sido concebido fuera del matrimonio. Aunque el hecho de que Galahad fuese hijo natural de Lancelot, no conllevaba estigma alguno, cuando llego el día en que debía convertirse en paladín de una dama de la corte, el rey Arturo se opuso y manifestó su descontento.
- "No permitiré que seas el paladín de ninguna dama noble", declaró Arturo.
Galahad se ruborizó y tartamudeó:
- "Pero mi señor, todo caballero debe servir a una dama para demostrarle la pureza de su amor".

"¿Qué sabes tu del amor?" Preguntó Arturo de una manera tan incisiva que Galahad se ruborizó todavía más intensamente. "Si estás tan ansioso de luchar por una dama, te presentaré a tres para que escojas".
El rey mandó llamar inmediatamente a Margaret, una vieja lavandera de cabello cano y con verrugas en la nariz. "¿Le servirás a ella por amor, gentil caballero?, -le preguntó Arturo.
La confusión de Galahad fue enorme. "No comprendo mi señor" murmuró.

Arturo lo miró fijamente he hizo salir a la mujer. "Traigan a otra", ordenó. Esta vez trajeron a una niña recién nacida. "Si Margaret te pareció demasiado vieja y fea, entonces ¿Qué piensas de esta dama? Es de noble cuna y no puedes negar su hermosura". Aunque no había duda de que la niña era muy hermosa, la confusión de Galahad, iba en aumento. Sacudió la cabeza.
"Este amor del que hablas es un amor difícil de complacer" dijo Arturo. Mandó llamar a una tercera dama, y esta vez entró Arabela, una preciosa niña de doce años.
Galahad la miró y trato de reprimir la ira. "Mi señor, es apenas una jovencita y mi media hermana", dijo.

"Pediste una dama a la cual servir" dijo Arturo, "y he sido lo bastante generoso como para presentarte a tres. Ahora debes decidir".
Galahad, estaba aturdido. "¿Por qué te burlas de mí, de ese modo?", preguntó.
Arturo hizo un gesto con la mano, y en pocos minutos, salió todo el mundo del gran salón y ellos dos quedaron solos. "No me burlo de ti", le dijo. "Trato de mostrarte algo que aprendí de mi maestro Merlín".
Galahad alzó los ojos y vio que el ceño de Arturo se había suavizado. "Mis caballeros dicen servir a sus damas por amor", prosiguió el rey, "y, a pesar de sus votos de amar castamente, la mayoría de las veces sienten pasión por aquellas a quienes sirven, ¿no es verdad?, Galahad asintió. "Y cuanto más grande es su pasión por las damas, mayor es su celo de servirles, ¿verdad?, preguntó Arturo. El joven caballero asintió de nuevo. "Merlín me enseñó otra forma de amar", dijo Arturo. "Piensa en la anciana, en la niña recién nacida y en la jovencita que es tu hermana. Todas ellas son manifestaciones de lo femenino, y en la medida en que esas formas cambian, lo que llamas amor, cambia con ellas. Cuando dices que estás enamorado, lo que realmente estás diciendo es que has satisfecho una imagen que llevas dentro.
"Así es como comienza el apego, con la inclinación por una imagen. Podrías afirmar que amas a una mujer, pero si ella llegara a traicionarte con otro hombre, tu amor se trocaría en odio. ¿Por qué? Porque tu imagen interior ha sido mancillada y, puesto que ésa era la imagen que amabas, el hecho de que haya sido traicionada, te provoca ira".
"¿Qué puedo hacer al respecto?", preguntó Galahad.
"Mira más allá de tus emociones, las cuales cambiarán constantemente y pregúntate que hay detrás de la imagen. Las imágenes son fantasías que existen para protegernos de algo que no deseamos enfrentar. En este caso se trata del vacío. A falta de amor por ti mismo, creas una imagen para tapar el vacío. De allí, el intenso dolor que causa un rechazo o una traición en el amor, porque deja expuesta la herida abierta de tu propia necesidad".

"El amor, es considerado como algo muy hermoso y elevado", se lamentó Galahad, "no obstante, tú lo haces sonar como algo horrible".
Arturo sonrió. "Lo que suele considerarse amor, puede tener consecuencias terribles, pero ese no es el final de la historia. El amor tiene un secreto. Merlín me lo contó hace muchos años, como yo te lo confío ahora: Cuando puedas amar a una anciana, a una niña y a una jovencita de la misma manera, serás libre para amar más allá de la forma. Entonces se desatará dentro de ti la esencia del amor, que es una fuerza universal. Y dejarás de sentir apego -el llamado silencioso, al cual obedece el amor".

domingo, 28 de febrero de 2010

La Travesura - Juan José Mestre

Todo era parte del juego. Un juego de niños: cruel, despiadado, perversamente inocente. Con el salvajismo de la traviesa intención de burlarse del minusválido, no porque se quisiera, pero sí por algún sentimiento no elaborado ni por los mellizos que me atacaban, ni por la sociedad a la que fielmente retrataban: esa hostilidad tan común a lo que no es normal, a aquello que rompe con el esquema tradicional de belleza o que -simplemente- no coincide con la norma preestablecida por el prejuicio.

La polvareda me ahogaba, confundía, cegaba, irritaba mi vista y todo giraba a una velocidad de vértigo en la que cielo, tierra, golpes y empujones se confundían en lo único que sentía: mis gritos, sonidos guturales, inaudibles llamados que las flores del ceibo (rara especie para esta zona sin riberas) en su piadosa belleza absorbían para darme una referencia de realidad que se escapaba con cada arremetida.

No recuerdo cómo empezó, pero sí que -cuando se cansaron de reír y retozar- quedé en medio del patio sin poder levantarme, enmudecido, inerme y sucio; lastimado.

Eso fue todo: un simple juego de niños que no cambiaba nada. Pero para "el chico de Tanuss" (como me conocía el pueblo por la inevitable asociación con mi abuelo materno), nada sería igual.

A los siete años, ya conocía la vejez.

lunes, 22 de febrero de 2010

Ayer - Eladio Bulnes Jiménez

Tuvo que pasar mucho tiempo para que me diera cuenta de que el viento había cesado, de que la palidez de la luna iluminaba una estrecha franja del cuarto, alargando la silueta de los objetos más próximos a la ventana. Desde mi rincón intuí, más que vi, la vaga forma de un espejo; la forma inconcreta de un mueble cualquiera consiguió llenarme de congoja, dejándome la sensación de vacío que aún hoy puedo sentir de vez en cuando. Al tiempo de levantarme, un pesado cenicero se volcó sobre la mesa. No me preocupé por limpiar nada.

Tampoco quise mirar por encima del hombro cuando atravesé aquella puerta.

La mañana siguiente fue especialmente desagradable en todos sus aspectos. La sensación de fracaso que me inundaba, al mismo tiempo contribuía a desorientarme y a afianzar la pálida melancolía que se iba apoderando de mi persona. De una manera un tanto mecánica entablé de nuevo relaciones forzadas con la vida, ocupándome de los rutinarios quehaceres domésticos con desgana. Tuve con demasiada lucidez la sensación de que, antes de limpiarlo de nuevo, el polvo acumulado sobre los muebles ya lo había visto antes, de una manera idéntica; el simétrico vuelo del ave que rompió la pulida superficie de un espejo, apenas vislumbrado de reojo en una fracción de segundo, me recordó lo ya sucedido. No obstante, decidí olvidarlo todo y releí, pues tuve tiempo para ello, un viejo relato de London, que me dejó insatisfecho en medio de esa estúpida sensación que los acontecimientos presentidos dejan por algún tenebroso rincón del inconsciente. Como en un sueño dirigí mis pasos esa jornada repetida, pues poco a poco empecé a darme cuenta de lo que estaba sucediendo. Algo vago como un presentimiento se hizo al fin hueco en mi pecho. Y comencé a preocuparme.

Hacia mediodía consumí los mismos alimentos que en la precedente había engullido, sin hambre; bebí los mismos caldos; me derrumbé en la cama de la misma manera desconsolada y cansina; me levanté una media hora más tarde, con la misma sensación de ahogo que en la víspera me aprisionó la garganta; las mismas lágrimas bañaron mi rostro entonces, pues sabía con claridad estremecedora a lo que estaba abocado.

Decidí salir a la calle y romper así la simetría. Pero no pude hacerlo. Recordé los desesperados esfuerzos que todo eso me había costado en otro momento, hacía veinticuatro horas justas. Una y otra vez regresé a esa puerta cerrada, aunque de sobra sabía que jamás llegaría a franquearla. En mi desesperación, cogí el teléfono; lo colgué sin hacer llamada alguna; volví a la puerta, al teléfono, con el abatimiento del tigre enjaulado, con el abandono de la falta de fuerzas ante lo que se sabe ineludible. Pensé en saltar por la ventana, pero me di cuenta de que ya lo había pensado y de que me iba a ser del todo imposible hallar una solución no sopesada con anterioridad, en ese cuarto, en esa jaula idéntica de tiempo repetido. Por último, me relajé en mi asiento y fui testigo de la caída de la tarde. Era miércoles, veinticinco de enero. Una fría luz difuminada, como corresponde a esa época del año, se agolpaba en la sala. Los muebles en el cuarto se tornaron con el tiempo fantasmales, atenuándose de una manera ilógica, hasta que desapareció por completo su aparente consistencia. Ni siquiera me molesté en dar las luces de la casa.

Hacia las doce una fuerte brisa comenzó a sacudir todos los cristales del edificio, haciendo que me estremeciera en el asiento. El fuego no se había encendido en todo el día, y por lo tanto el frío se había alojado junto a mi persona. Supe que jamás alcanzaría las cerillas sobre la repisa de la chimenea; que todos mis actos iban a ser duplicados exactos aquella noche de esa otra; que no me levantaría hasta pasadas las cuatro de la madrugada y que, para entonces, tendría que haber pasado mucho tiempo para que me diera cuenta de que el viento había cesado, de que la palidez de la luna iluminaría una estrecha franja del cuarto, alargando la silueta de los objetos más próximos a la ventana. Desde mi rincón intuiría la vaga forma de un espejo; la forma inconcreta de un mueble cualquiera conseguiría llenarme de congoja, dejándome la sensación de vacío que aún hoy puedo sentir de vez en cuando.

Al tiempo de levantarme, un pesado cenicero se volcaría sobre la mesa. No me preocuparía por limpiar nada. Tampoco miraría por encima del hombro, cuando atravesara aquella puerta...