miércoles, 14 de enero de 2009

Crónica de lo que Nunca Sucedió - Nicolás Bertola

El dedo se mece haciendo familiar la curva del gatillo que jamás presionó. Una primera gota de sudor marca una línea vertical perfecta entre su sien y su barba. Una línea que deja ver en la mejilla sus dos caras, sus dos posibilidades, indefectiblemente distintas pero unidas por él, por su mejilla, por su cara, por la misma gota de sudor que las divide. Ese primer fluido previene lo que vendrá, todo es un fluir y en unos pocos eternos segundos algo más que fría transpiración lo recorrerá, dejando una mancha que no se borrará ni siquiera con detergente ni se ocultará en un ataúd herméticamente cerrado. La marca que dejó no se irá, lo que hará tampoco, él sí. Unas últimas voces de ruidos de perros y algo menos puntual de definir que hacen al tránsito de la calle y a los que la circulan son la última huella audible de lo que lo rodeó durante 37 penosos años, el último recuerdo físico que siempre lo perturbó y martirizó y que a su vez distrajo de haber pensado cómo salir de su encierro, buscar otra manera para irse sin quedarse tanto pero tanto en sus pocos conocidos. Aún así, en “el no me importa” de sensaciones las especulaciones no cesan. A los vecinos jubilados, los compañeros de trabajo del corralón no le interesa tener que hacer visitar con cara de asombro a un perdido velatorio, quizá hace unos años le hubiera dado pena hecho sufrir a sus viejos linderos de al lado, pero piensa para no perder su costumbre especuladora, que fue casi su única realidad absoluta sin tomar en cuenta lo que está por hacer y el reconocimiento de la curva del gatillo una y otra vez, que verá a esos viejos ya no a su costado, sino de frente o una nueva forma de disposición que no se puede concebir desde esta tierra muy de tierra y agua (del sudor de su frente cayendo) en poco tiempo más, al menos eso supone, no lo espera, simplemente lo supone. Todo listo para que dispare se encuentra, y desde hace mucho, si no fuera por la falta de una pistola en su mano izquierda apuntándose a la frente y su dedo índice jugando cada vez con menos conciencia sobre el final de la perilla de acero negra, muy negra. Se encuentra todo listo y en eso él, y en él otra gota nueva de sudor y un escalofrío interior para sumarse a la lista de recuerdos y escribir la última página del cuento de su vida, un cuento que se contó siempre, a sí mismo (sin escalofríos ni lapiceras) en su encierro casi tan trágico como lo es ahora y lo será dentro de menos segundos que antes (la gota está entre su dedo y el gatillo). No dejan de venirle ya pensares tan absurdos como será lo que está por hacer. De oscura tinta de realidades desventuradas sigue llenando su página final, a modo de dedicatoria, por supuesto, sin nombres, ni siquiera el suyo porque jamás le importó ni a los jubilados vecinos de al lado, ni a sus compañeros del corralón, ni a los pibes que cada tanto usurpan el baldío del otro lado (de su otra mejilla vacía de sudor frío pero con tierra y sonrisas cortas hasta las rodillas), ni de sus padres que jamás conoció, ni nadie, ni él, porque él no se importa, pero alguna vez si se sintió valedero y capaz de terminar la secundaria, dejar el orfanato, trabajar en un corralón, rentar la casa de al lado de la canchita y los viejos jubilados. Alguna vez si se sintió el centro de su propia vida en su adultez, dentro de lo que le correspondía sin tener que enjuiciar pasados de baldíos y pelotas ni menos todavía futuros de jubilación mal-ganada y desganada (que locura lo que está por hacer). Lo que empezó debe terminar, todo termina, nada es para siempre, ya fue y sigue adhiriendo cantos viejos a sus dedos que juegan con la pistola, con el gatillo (juega con lo que hará). No es un cambio de vida, es un continuar con lo que siempre no tuvo, no lo espera, lo supone (ya no espera, no quiere esperar y pasan los segundos). Últimos suspiros, los necesita para seguir comenzando y no empezó y terminar lo que hace mucho inició, lo está por hacer (que locura, nadie entiende como pudo, cómo lo hizo). Otra vez piensa (siempre pensó, no deja de hacerlo) que irse con la mirada baja no es bueno. Baja su mirada, le falta poco para terminar empezar (y parecía tan correcto). El ruido exterior se va con las inquietudes internas, su vista se fija bien abajo e inmóvil, sus manos, sus dedos toman fuerza con los suspiros mas hondos y una gota nueva lagrimea. Ya no teme. Escribe un cuento, un cuento algo vago de saberes que duda dejará huella como lo que va a hacer pronto, dentro de cada vez menos segundo húmedos y eternos.

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