sábado, 24 de enero de 2009

La Decadencia de la Bolita - Crónicas del Angel Gris - Extracto - Alejandro Dolina

Resulta dificil hablar sobre la desaparicion del juego de la bolita sin entrar en espinosas controversias.
Desde luego se trata de un asunto complejo y puede ser examinado segun criterios muy diferentes.
Las personas sencillas afirman simplemente que se trata de una decision de los chicos, arbitraria, inexplicable y -por lo tanto- indigna de ser discutida.
Los psicologos, antropologos, electrotecnicos y aun los contadores suelen llamar la atencion sobre la influencia de otros entretenimientos de emocion mas sostenida, como la television, el billar japones, el cerebro magico o las palabras cruzadas.
Los Refutadores de Leyendas niegan que haya existido jamas un juego semejante y se oponen con argumentos inexpungables al mito de la vieja niñez romantica.
Por el contrario, los Hombres Sensibles aseguran que la desaparicion del juego de las bolitas es el resultado de una conjura universal.
Este punto de vista es muy interesante y vale la pena elucidarlo.
En su monografia Faltan Bolitas, el pensador de Flores, Manuel Mandeb, plantea un interrogante que nos deja perplejos. Veamos. "... Este juego parece haber empezado a languidecer en 1960. Pero puede afirmarse que en ese momento ya hacia por lo menos cincuenta años que se jugaba. Entonces habia veinte millones de habitantes en el pais, y no era demasiado audaz afirmar que, en el medio siglo de su auge, el juego de la bolita habia sido practicado por diez millones de individuos en uno y otro momento de sus vidas. Ahora bien: cuantas bolitas poseia cada niño aficionado, como promedio? Digamos cincuenta. Multipliquemos: cincuenta por diez millones.
Son quinientos millones de bolitas. Bien, volvamos al presente: alguno
de ustedes ha visto una bolita en el ultimo año? Seguramente no. Yo pregunto:
donde estan los quinientos millones de bolitas? Quien las tiene?
"Y no me digan que el tiempo las destruyo porque el viento y la lluvia no
son suficientes para destrozar una bolita... "...Las canchas han sido arrasadas y hasta pavimentadas, los hoyos fueron rellenados, los jugadores se han visto tentados por otras disciplinas.
Alguien esta borrando todo vestigio del paso de las bolitas por esta tierra..."
Inspirado quizas en el trabajo de Mandeb, este texto pretende asentar las reglas, la tecnica y la estrategia de las bolitas. La tarea no es tan facil como parece. A favor de la campaña desarrollada por los Refutadores de Leyendas y Los Amigos del Olvido, casi nadie recuerda los reglamentos.
Por lo demas, todos sabemos que en cada cuadra habia matices en la interpretacion de cada norma ludica.
No obstante, luego de la publicacion de esta nota, es probable que algun pequeño numero de Pibes Sensibles se ponga a jugar, aunque mas no sea a modo de desplante ante el Universo.

miércoles, 14 de enero de 2009

Crónica de lo que Nunca Sucedió - Nicolás Bertola

El dedo se mece haciendo familiar la curva del gatillo que jamás presionó. Una primera gota de sudor marca una línea vertical perfecta entre su sien y su barba. Una línea que deja ver en la mejilla sus dos caras, sus dos posibilidades, indefectiblemente distintas pero unidas por él, por su mejilla, por su cara, por la misma gota de sudor que las divide. Ese primer fluido previene lo que vendrá, todo es un fluir y en unos pocos eternos segundos algo más que fría transpiración lo recorrerá, dejando una mancha que no se borrará ni siquiera con detergente ni se ocultará en un ataúd herméticamente cerrado. La marca que dejó no se irá, lo que hará tampoco, él sí. Unas últimas voces de ruidos de perros y algo menos puntual de definir que hacen al tránsito de la calle y a los que la circulan son la última huella audible de lo que lo rodeó durante 37 penosos años, el último recuerdo físico que siempre lo perturbó y martirizó y que a su vez distrajo de haber pensado cómo salir de su encierro, buscar otra manera para irse sin quedarse tanto pero tanto en sus pocos conocidos. Aún así, en “el no me importa” de sensaciones las especulaciones no cesan. A los vecinos jubilados, los compañeros de trabajo del corralón no le interesa tener que hacer visitar con cara de asombro a un perdido velatorio, quizá hace unos años le hubiera dado pena hecho sufrir a sus viejos linderos de al lado, pero piensa para no perder su costumbre especuladora, que fue casi su única realidad absoluta sin tomar en cuenta lo que está por hacer y el reconocimiento de la curva del gatillo una y otra vez, que verá a esos viejos ya no a su costado, sino de frente o una nueva forma de disposición que no se puede concebir desde esta tierra muy de tierra y agua (del sudor de su frente cayendo) en poco tiempo más, al menos eso supone, no lo espera, simplemente lo supone. Todo listo para que dispare se encuentra, y desde hace mucho, si no fuera por la falta de una pistola en su mano izquierda apuntándose a la frente y su dedo índice jugando cada vez con menos conciencia sobre el final de la perilla de acero negra, muy negra. Se encuentra todo listo y en eso él, y en él otra gota nueva de sudor y un escalofrío interior para sumarse a la lista de recuerdos y escribir la última página del cuento de su vida, un cuento que se contó siempre, a sí mismo (sin escalofríos ni lapiceras) en su encierro casi tan trágico como lo es ahora y lo será dentro de menos segundos que antes (la gota está entre su dedo y el gatillo). No dejan de venirle ya pensares tan absurdos como será lo que está por hacer. De oscura tinta de realidades desventuradas sigue llenando su página final, a modo de dedicatoria, por supuesto, sin nombres, ni siquiera el suyo porque jamás le importó ni a los jubilados vecinos de al lado, ni a sus compañeros del corralón, ni a los pibes que cada tanto usurpan el baldío del otro lado (de su otra mejilla vacía de sudor frío pero con tierra y sonrisas cortas hasta las rodillas), ni de sus padres que jamás conoció, ni nadie, ni él, porque él no se importa, pero alguna vez si se sintió valedero y capaz de terminar la secundaria, dejar el orfanato, trabajar en un corralón, rentar la casa de al lado de la canchita y los viejos jubilados. Alguna vez si se sintió el centro de su propia vida en su adultez, dentro de lo que le correspondía sin tener que enjuiciar pasados de baldíos y pelotas ni menos todavía futuros de jubilación mal-ganada y desganada (que locura lo que está por hacer). Lo que empezó debe terminar, todo termina, nada es para siempre, ya fue y sigue adhiriendo cantos viejos a sus dedos que juegan con la pistola, con el gatillo (juega con lo que hará). No es un cambio de vida, es un continuar con lo que siempre no tuvo, no lo espera, lo supone (ya no espera, no quiere esperar y pasan los segundos). Últimos suspiros, los necesita para seguir comenzando y no empezó y terminar lo que hace mucho inició, lo está por hacer (que locura, nadie entiende como pudo, cómo lo hizo). Otra vez piensa (siempre pensó, no deja de hacerlo) que irse con la mirada baja no es bueno. Baja su mirada, le falta poco para terminar empezar (y parecía tan correcto). El ruido exterior se va con las inquietudes internas, su vista se fija bien abajo e inmóvil, sus manos, sus dedos toman fuerza con los suspiros mas hondos y una gota nueva lagrimea. Ya no teme. Escribe un cuento, un cuento algo vago de saberes que duda dejará huella como lo que va a hacer pronto, dentro de cada vez menos segundo húmedos y eternos.

martes, 6 de enero de 2009

La Mañana Verde - Ray Bradbury

Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.
Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.
Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.
En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.
-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.
El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.
-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto... Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.
Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.
-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!
Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:
-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?
Luego se había desmayado.
Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.
-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.
-¿Qué me ha pasado?
-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.
-¡No!
Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.
-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!
Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.
-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!
Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.
-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.
-¿Pero me dejarán trabajar?
Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.
Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.
Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.
«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»
Lo despertó un golpe muy leve en la frente.
El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.
Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.
Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.
Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.
El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.
El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.
No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.
Era una mañana verde.
Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.
-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.
Pero el valle y la mañana eran verdes.
¿Y el aire?
De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo podía ver, brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.
Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.
Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.

sábado, 3 de enero de 2009

Los Bomberos - Mario Benedetti

Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se esté quemando".
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.