viernes, 28 de noviembre de 2008

Los Amantes - Bestiario - Julio Cortázar

¿Quién los ve andar por la ciudad
si todos están ciegos ?
Ellos se toman de la mano: algo habla
entre sus dedos, lenguas dulces
lamen la húmeda palma, corren por las falanges,
y arriba está la noche llena de ojos.

Son los amantes, su isla flota a la deriva
hacia muertes de césped, hacia puertos
que se abren entre sábanas.
Todo se desordena a través de ellos,
todo encuentra su cifra escamoteada;
pero ellos ni siquiera saben
que mientras ruedan en su amarga arena
hay una pausa en la obra de la nada,
el tigre es un jardín que juega.

Amanece en los carros de basura,
empiezan a salir los ciegos,
el ministerio abre sus puertas.
Los amantes rendidos se miran y se tocan
una vez más antes de oler el día.
Ya están vestidos, ya se van por la calle.
Y es sólo entonces
cuando están muertos, cuando están vestidos,
que la ciudad los recupera hipócrita
y les impone los deberes cotidianos.


jueves, 27 de noviembre de 2008

Sobre Héroes y Tumbas (extracto) - Ernesto Sábato

"Siempre llevamos una máscara, una máscara que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de los papeles que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del marido engañado, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero, ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia. Y tal vez nadie perdone el ser sorprendido en esa última y esencial desnudez de su rostro, la más terrible y la más esencial de las desnudeces, porque muestra el alma sin defensa."

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Monólogo de Tato Bores (uno de los tantos) - Santiago Varela

Señores: cuando allá por 1960 puse la jeta por primera vez delante de los orticones, no existía la televisión color, no existía Maradona, no existía el Austral - es decir, el Austral tampoco existe ahora pero es otra historia -, no existía el control remoto, no existía el yogur descremado, pero si, sí existía Don Alvaro; si señores, si: Don Alvaro, el papa de la nena! Si bien Don Alvaro empezó a curtir gabinete como Ministro de Industria allá por el año `55 en la "LIBERTADORA", que no tiene nada que ver con la Copa Libertadores, porque recién con Arturo Frondizi se convirtió en Ministro de Economía. Porque le voy a decir mas: antes de Don Arturo Frondizi no existía el Ministerio de Economía; dicen los memoriosos que para aquellos años había un poco de guita en el tesoro y entonces con un Ministro de Hacienda tipo Serelco, alcanzaba!. Con la mishiadura aparecieron los Ministros de Economía. Lo que no queda muy bien claro es si la mishiadura trajo a los Ministros de Economía o si los Ministros de Economía trajeron la mishiadura! Lo que pasa es que hace 30 años que tenemos las dos cosas. Por aquellos años, Don Alvaro Alsogaray se mandó la famosa frase "HAY QUE PASAR EL INVIERNO". Y pasaron y pasaron los inviernos, y las primaveras aparecieron y aparecieron - lo único que no apareció fue la guita -; y también por aquellos años `60 comenzaron los planteos militares a Don Arturo Frondizi. En realidad el primer planteo fue el 8 de julio de 1958 pero en dos años le enchufaron 30 planteos!; y aquí con Don Alfonsín tuvimos dos planteos con los muchachos de la pomada, calcule lo que habrán sido 30 planteos!. La cuestión es que los muchachos, al final, lo rajaron, y cuando el general Poggi estaba ya listo para asumir como presidente apareció José María Guido - también conocido como "JOSE DONDEMEPONGO" -, pego un Per Saltum, entro a Tribunales, juro como presidente ante la Corte Suprema, se coló por un intersticio en una puerta de la Casa Rosada, se sentó en el sillón, y cuando Poggi se dio vuelta le dijo "ACATAA!" La cuestión es que Don Guido trajo a otro prohombre de la economía: Don Federico Piñedo que dijo que hay que hacer las cosas rápido y se mando en un solo día una devaluación del 21% y mando el dólar a la astronómica suma de 99 pesos moneda nacional de curso legal. (Chicos: si ustedes no saben lo que es eso - la moneda nacional de curso legal - pregúntenle al abuelo, pero no lo hagan llorar demasiado, por favor!). La cuestión es que Don Piñedo se las tomó ofendido por las criticas que despertó esa devaluación y entonces apareció de vuelta Alvaro II, que viene a ser como "HIGHLANDER II", "TIBURON II", "ROCKY II", una cosa así. Como el tema de "HAY QUE PASAR EL INVIERNO" estaba gastado, Don Alvaro invento otra cosa: invento el "EMPRESTITO PATRIOTICO NUEVE DE JULIO" llamado también "LOS BONOS DE ALSOGARAY". Los que se los quedaron, la verdad, se ganaron mucha guita; los que no nos los pudimos quedar, pa' que' le via' contar! Es otra historia... Mientras tanto los militares, que no tenían nada que hacer, se pusieron a jugar a los soldaditos entre ellos: hicieron una raya y dijeron: "COLORADOS DE ESTE LADO, AZULES DE ESTE OTRO LADO, GANA EL QUE TIENE MAS TANQUES". Nosotros, los civiles, que no teníamos arte ni parte en el asunto, porque únicamente ligábamos una bomba que nos reventara la casa, estabamos tranquilos porque tanto azules como colorados decían que todo lo hacían por el bienestar de la gente y por la salvación de la patria; de donde se deducía que la salvación de la patria estaba en manos del que tenia mas tanques, comprende? La cuestión es que en el año `63 le toco el turno de vuelta a un presidente constitucional y apareció Don Arturo Humberto Illia, uno de los pocos Cordobeses nacidos en Pergamino que se conocen. Don Arturo Humberto Illia nombro como Ministro de Economía a Don Eugenio Blasco que muere en el cargo y entonces mi gran amigo Juan Carlos Pugliese asume como Ministro de Economía - empieza, mejor dicho, su carrera como Ministro de Economía suplente en todos los gabinetes radicales -. Pero como las cosas buenas duran poco tiempo, antes de cumplir los tres años los muchachos de la (haciendo el signo de una insignia militar en el hombro izquierdo con los dedos índice y mayor de la mano derecha) viñeta le dan el raje a Don Arturo Humberto Illia y designan, en elecciones limpias, y por u-na-ni-mi-dad - 3 votos - a Don Juan Carlos Ongania. El hecho de que Don Juan Carlos Ongania en la época del enfrentamiento entre azules y colorados haya sido azul - y legalista - y después se convirtió en golpista - y de hecho, colorado - es porque a veces, la gente, des-ti-ñe. La cuestión es que a Don Arturo lo rajaron porque decían que era muy lento, que era una tortuga. Ahí tuvimos un cacho la culpa todos porque los sindicatos, la C.G.T. le tiraba tortugas en Plaza de Mayo, los medios en contra, los periodistas en contra, los humoristas le hacíamos chistes - éramos una manga de boludos que pa' que' le via' contar -; porque el problema no era que Don Illia era lento: el problema es que los que vinieron después fueron... fueron rápidos, y fuimos derecho pal' cara...melo, fuimos, pero bah, pero rápido! Claro, no todo fue negrura en aquellos años porque en el `66 hubo avances: porque después de la "NOCHE DE LOS BASTONES LARGOS" cerraron todas las facultades y entonces todos los investigadores, científicos, matemáticos, laburantes de las neuronas avanzaron: avanzaron hacia la frontera y se las tomaron y no volvieron nunca mas. Después, apareció algún premio Nobel que volvió: a saludar a la familia y se las volvió a tomar, total...! Para 1969 el Ministro de Economía era Adalbert Krieger Vassena que había mantenido el dólar mas o menos estable; pero de pronto apareció Don José María Dagnino Pastore y, como el dólar ya estaba a 350 mangos, le arranco dos ceros porque invento el peso ley 18188 - íntimamente llamado "EL PESO LEY" - Don Juanca, en aquellos años - Juan Carlos Ongania - pensaba quedarse 20 o 30 años, pero apareció el "CORDOBAZO", el "ROSARIAZO" y el país se movió como un "FLANAZO". O sea que para los finales de 1970 los muchachos (haciendo de nuevo el signo de una insignia militar en el hombro izquierdo con los dedos índice y mayor de la mano derecha) le dieron las gracias por los servicios prestados a Don Juanca I y después designaron en elecciones limpias y por unanimidad a Roberto Marcelo Levingston. Roberto Marcelo Levingston es el único presidente en toda la historia argentina desde 1810 hasta la fecha que cuando lo designaron no lo conocía ni el loro! Vea, en las redacciones, no sabían como se escribía el nombre! No había una foto de él! Cuando, a la noche, en la sexta apareció "LEVINGSTON PRESIDENTE" la gente preguntaba "PERO EL PRESIDENTE DE QUE PAIS SERA ESTE BUEN SEÑOR?" Y porque para colmo, cuando lo designaron el estaba en la Junta Interamericana de Defensa en Washington! Así que aquí estabamos como los indios que se golpean el codo: en bolas, y a los gritos! Por fin, Don Levingston apareció y dijo "SOY EL PRESIDENTE" y se sentó en el sillón a esperar ordenes. Lo que pasa el problema fue que mientras estaba esperando las ordenes empezó a jugar un jueguito que decía: "PESE A TODO, YO SOY EL PRESIDENTE". Don Lanusse, que era el inmediato superior, no le gusto nada la cosa, pero roce va roce viene Don Levingston lo destituye a Lanusse, Lanusse escucha eso, caza el tubo y lo destituye a Levingston, y como donde manda Teniente General no manda General de Brigada Levingston volvió rápidamente al anonimato. Cansado ya de echar presidentes - había echado dos - Don Lanusse penso: "PARA PENSAR COMO YO, NADIE COMO YO". Entonces agarro y se nombro presidente sin dejar el cargo de Comandante en Jefe. Astuto el hombre! Y enseguida invento una cosa que se llamo el G.A.N.: "GRAN ACUERDO NACIONAL". Y lo mando al Coronel Cornicelli a verlo a "PUERTA DE HIERRO" a mi gran amigo Juan Carlos Can... Juan Carlos no (risas), Juan Domingo, Juan Domingo (aplausos), Juan Domingo Cangallo y le dijo que si entraba en el G.A.N. le devolvía todos los sueldos del `55 hasta la fecha. El viejo dijo "LO PRIMERO ES LO PRIMERO", cazo la mosca, lo dejo al gobierno con el G.A.N. y con las ganas. Y entonces Don Lanusse se chivo y se mando la famosa frase que "EL VIEJO NO VOLVIA PORQUE NO LE DABA EL CUERO". Pero como el viejo debajo de las arrugas todavía le quedaba un cacho de quiero... de cuero, volvió para mostrarlo en vivo y en directo y formo un frente cívico que se llamo "FRE.CI.LI.NA.". Pero como la Frecilina tenia nombre de antibiótico lo cambiaron por "FRE.JU.LI.". Escuche, Frecilina, Frejuli, Frejupo, son todos remedios del mismo laboratorio! Vienen en píldoras, en inyectables, en supositorio, úselo como le de las ganas! La cuestión es que en aquellos años '73 apareció "LA NUEVA FUERZA", un partido político inventado por mi gran amigo Alsogaray que tenia como candidato a presidente a mi gran amigo Julio Chamizo, el que quiere acordarse, que se acuerde! La cuestión es que el 25 de mayo de 1973 asumió el tío, no este, otro tío, el tío, el tío Hector J. Campora, y como el eslogan era "CAMPORA AL GOBIERNO, PERON AL PODER", los muchachos del bombo rápidamente renunciaron a don Hector. Renuncio el presidente, renuncio el vicepresidente, renuncio el presidente provisorio del Senado Díaz Vialisi, una cosa ahí, que se yo lo que hicieron. La cuestión es que quedo como candidato a Presidente de la República el presidente de la cámara de Diputados Raúl Lastiri, que casualmente era yerno de López Rega!. La cuestión es que Lastiri - conocido también como "JOSE CORBATA" porque tenia un montón y le encantaban - llamo a elecciones y gano por unanimidad la formula "MENEM-MENEM...", digo, no, la formula "PERON-PERON". Peron se muere y de estar mal pasamos a estar peor porque viene Isabelita y lo trae a Celestino Rodrigo que se manda el famoso "RODRIGAZO" que nos deja a todos con el tuje pal' norte! La moral de la historieta es que Don Celestino, que yo sepa cabe destacar, y que yo sepa, fue el único Ministro de Economía, que se comió canas por cuestión de su gestión como ministro, cosa que no le ha pasado a ningún otro ministro de economía, nunca mas, se han salvado todos, la verdad es que es un misterio, que no se por que! (a su libretista) Como seguía esto? (el libretista le sopla, y Tato sigue). Ah!, si. Después de Celestino Rodrigo, después de Celestino Rodrigo apareció Tony Cafiero, si, si, si, Tony Cafiero, el del "SI", el del "SI LO HUBIERA SABIDO NO LLAMABA A PLESBICITO"! Y después de él apareció Mondelli - que Isabel decía "NO ME LO TOQUEN AL GORDITO" Cuando se murió Peron - es una acotación que le voy a hacer yo - estaba laburando en este canal, me llamaron para decirme "VAMOS A PARAR UN POCO CON LOS PROGRAMAS HUMORISTICOS, HAY QUE HACER DUELO", y yo pense que estaba bien para que lo suspendan un par de semanas (silencio durante algunos segundos, y luego risas)... La verdad es que no lo suspendieron un par de semanas, lo suspendieron un par de años! Porque después vinieron los muchachos del `76 de vuelta y la siguieron... Porque en aquel entonces eran largos los duelos, comprende?! Y así llegamos, a la época del proceso, de los Ministros de Economía, era José Alfredo Martínez de Hoz, y el proceso lo voy a pasar por alto porque, la verdad que, no, mejor no recordarlo, cierto? Por eso hice un Per Saltum y aparecí en la democracia, en 1983, con Alfonsín, Grinspun, Sourrouille, el Austral, el desagio, Juan Carlos Pugliese II, el bolonki, y Jesús Rodríguez casi como Jesús termina crucificado. Mientras en estos tiempos la hiperinflación y los empresarios le apretaban el gañote a Don Raúl Alfonsín, apareció Carlos Saúl I, primer presidente electo que decía que tenia el equipo formado, listo para salir a la cancha y ganar por goleada! Don Raúl, que quería quedarse 6 años, ni un día antes, ni un día después, no le quedó mas remedio que tirar la esponja y de paso le tiro el gobierno por la cabeza a la patilla mas gorda de América, Carlos Saúl I. Y aquí estamos señor. 30 años. 30 años bancándose 16 presidentes y 37 Ministros de Economía que se la pasaron diciendo "ESTA ES LA CRISIS MAS GRANDE QUE ESTA SUFRIENDO EL PAIS", "HAY QUE REDUCIR EL GASTO PUBLICO", "HAY QUE LABURAR MAS", "HAY QUE INVERTIR EN EL ISPA". Mientras tanto, quiere que le diga una cosa?, mire, este peso moneda nacional (sosteniendo el billete de un $mn en la mano, con otros billetes --un $ley 18188, un $argentino, un Austral-- sobre la mesa) le arrancaron dos ceros por este otro peso ley 18188; a este le arrancaron cuatro ceros por este otro peso argentino, y como si esto fuera poco le sacaron tres ceros mas por este peso... por este Austral. O sea que extirparon, le extirparon nueve ceros a este pesito de acá delante. Y como este Austral equivale a mil millones de pesos moneda nacional, y como en aquel entonces se compraba con 83 $mn un dólar, este Austral equivale a DOCE MILLONES DE DOLARES... (risas, mezcladas con silencio, lagrimas e ironía), lo cual parece un chiste, si no fuera una joda grande como una casa... Y yo todavía (aplausos), yo todavía tengo confianza, tengo confianza, por eso le digo a los políticos y a los funcionarios - no a todos los políticos ni a todos los funcionarios porque hay que preservar las instituciones - algunos políticos y algunos funcionarios que están ahí viéndome, si siguen haciendo las cosas que están haciendo yo voy a tratar de estar acá todo el tiempo posible para seguir jodiendo! Y para cuidarlos también... Y para preservarlos de la maquina de cortar boludos; porque si pusiéramos la maquina de cortar boludos dentro de la maquina del túnel del tiempo, y se pusiera a cortar boludos históricos con retroactividad... otra hubiera sido la historieta hoy! Historieta que como país, no creo que nos merezcamos - esto lo dice mi libretista Santiago Varela... yo... no estoy tan seguro! Un cacho de culpa tenemos también...! -. Por eso les digo, mis queridos chichipios, seguir laburando, vermouth con papas fritas, y... (aplaudiendo dos veces, levantandose y terminando el monologo como todos los domingos)
GOOD SHOW!!!"

martes, 25 de noviembre de 2008

Resignación - Eduardo Galeano

En una biblioteca universitaria de Estados Unidos, me enteré de que yo era autor del prólogo de un libro de Nahuel Maciel, publicado en Buenos Aires por las ediciones El Cronista. Como nunca escribo prólogos, el asunto me llamó la atención. El prólogo, firmado por Eduardo Galeano "en Montevideo, a los 76 días de 1992", comienza advirtiendo que "es tarea y es propio de los maestros prologar las obras de sus discípulos, pero lo cierto es que no considero a este joven periodista como un discípulo, puesto que casi siempre es él quien me enseña". Y a continuación, el enseñante enseñado descerraja varias páginas de elogios en un estilo inflado por las citas ilustres y el noble sentido de la gratitud.
Aunque ya había pasado algún tiempo desde la publicación, decidí recurrir a la justicia. Por intermedio del doctor Finkelberg, que tiene experiencia en estos menesteres, hice la denuncia penal en Buenos Aires. Yo pensaba que el sentido común tenía algo que ver con el derecho, pero los representantes de la ley me sacaron amablemente del error: el fiscal, doctor Ballestreros, consideró que ese prólogo no contituye propiedad literaria digna de protección, puesto que yo nunca lo escribí, y el juez, doctor Calvete, puso punto final al malentendido al esablecer que no existe defraudación por cuanto el prólogo no perjudica mi patrimonio.
Mi buena educación me impide recurrir a la ley del Talión, ojo por ojo, diente por diente, prólogo por prólogo, y me obliga a aceptar un veredicto que consagra, una vez más, la impunidad de los caraduras. Por respeto a la justicia, tendré que resignarme. Haré todo lo posible por creer que ese prólogo me pertenece y hasta quizás, con los años, podré empezar a quererlo. No será facil, porque es horroroso. Pero uno se acostumbra.
Ya me había pasado algo parecido con la Enciclopedia Larousse. Allí figuro con una fecha de nacimiento, 1920, que me agrega veinte años de vida. Pedí que corrigieran la errata. En una edición posterior, me hicieron una rebajita, y pasé a nacer en 1924. Mi papá, mi mamá y mis documentos aseguran que yo nací en 1940, pero es tanto mi respeto por la Larousse que desde hace algún tiempo estoy sintiendo los achaques de la edad que me atribuye.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El Muerto - Jorge Luis Borges

Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil. Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso. Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó. Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos. Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también. El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse. Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento. Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia. Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad. Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir. Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día. Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima. La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:

-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos. Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto. Suárez, casi con desdén, hace fuego.

Uno Nunca Sabe - Roberto Fontanarrosa

Lo primero que le preguntó Mario apenas el Mochila se sentó, fue "¿La conoces a esa mina?".
- ¿Cuál?
- La que saludastes recién.
Mochila giró apenas la cabeza hacia atrás.
- ¿La flaca?
- Sí.
- Sí, la conozco. Es amiga de mi jermu.
- Me emputece esa mina -dijo Mario en voz baja.
- ¿Mi jermu?
- No, boludo. La Flaca, la que saludastes.
- Ah... ¡Mirá qué boludo que sos vos! A todo el mundo lo enloquece la Flaca. ¡Qué te parece!
- ¿Qué? --se alarmó Mario--. ¿Vos también estás jugado en ese palo? ¿Te anotás ahí también?
- No. Yo no. ¿No te digo que es amiga de mi jermu? Estudiaban juntas en la Cultural. Tendría que ser muy loco para tirarme en esa. Pero... te digo...
- Que ganas no te faltan.
- Ganas no me faltan....
Se quedaron en silencio. Mochila controlando las otras mesas, viendo quién había. Mario tocándose cuidadosamente los dientes de adelante con la uña del dedo pulgar de la mano derecha.
- Me tiene loco esa mina -repitió, como para sí mismo. Como si el tema fuese demasiado íntimo como para compartirlo y debatirlo en una mesa de cafe. Y asustado, quizá, por haber ido tan lejos.
- Está buena la Flaca -dijo Mochila, que la tenía sentada a sus espaldas-. Y es una mina piola te cuento... Piola, inteligente. Anda suelta, además...
- Medio histérica debe ser...
- Sí. Eso sí... Lógico... -Mochila seguía sin meterse demasiado en la conversación, en tanto pasaba lista a los presentes- ¡Bah! -se animó de pronto, ya terminado el control-. Como todas.
- Esa jeta que tiene... -medio por sobre el hombro de Mochila, Mario la espiaba-. Los ojos...
- Y encarala, boludo... ¿qué esperas? -lo animó Mochila, cruzándose de piernas, acomodándose en la silla para quedar de espaldas a la calle Santa Fe, mirando al mostrador. Mario hizo un gesto vago con la cabeza, negativo.
- Está sola, boludo -apretó Mochila-. Andá... Si te quedas esperando, por ahí aparece algun vago, o alguna amiga, y se sienta con ella y cagaste.
Mario se encogió de hombros, mirando ahora hacia afuera, como desentendiéndose del problema.
- ¿No lo viste al Sobo? -preguntó, cambiando de tema. Mochila negó con la cabeza-. Este boludo... -musitó Mario-. Le tengo que pedir un certificado y justo hoy no aparece.
- Oíme -Mochila se incorporó, clavándole la vista-. Andá y sentate con ella, no seas otario... No te va a patear...
- No la conozco -frunció la nariz, Mario.
- ¿Y eso qué tiene que ver? ¿Cómo que no la conocés? Te conoce de acá, pelotudo. Si acá nos junamos todos. No le sabrás el nombre pero la...
- ¿Cómo se llama?
Mochila frunció el ceño.
- Ehhh... -pensó--. Marina, Marta, María... No sé, no sé... Siempre la conocí por la Flaca.
- Marta, Marta se llama -dijo Mario, que ya se había informado.
- Escuchame Mario... -Mochila se inclinó sobre la mesa para darle privacidad a la propuesta-. Te la presento... Voy, me siento en la mesa de ella y te la presento...
Mario se tiró hacia atrás y agitó las manos y la cabeza, casi escandalizado.
- ¡No! No, dejá. Ya está. Ya pasó. Ya fué.
- No me cuesta nada, boludo.
- Dejá, Mochila, dejá. Está bien.
Mochila se encogió de hombros.
- Jodete -dijo. Y buscó a Moreyra con la vista-. ¡Negro! -gritó-. ¿Estás vos acá?
- Además... -Mario, pese a todo, no quería desprenderse totalmente del tema y sabía que el lapso de privacidad con el Mochila podía ser corto-. No da bola, Mochi. No da bola.
Mochila casi se enojó.
- ¿Y cómo sabes que no da bola si nunca la encaraste?
- Porque uno se da cuenta, Mochila. ¿Sabés cuanto hace que la vengo mirando a esa mina? ¿Sabés cuanto hace? Dos años. Debe hacer como dos años...
- ¿Y?
- ¡Nada! Nada de nada. Una mina si te quiere dar bola se manda alguna señal, eso es sabido. Te mira una vez, aunque sea. Te mantiene un poco la mirada. O te sonríe. Te tira un cable.
- No te engañes, no te engañes... Mirá que...
- Sí... "La vida te da sorpresas".
- La vida te da sorpresas...
-Sí, pero acá es muy claro --se desalentó Mario-. ¿Viste que hay... cómo decirte... hay un lapso de duración en una mirada, en un cruce de miradas? Y después hay un plus, que es un milésimo... un milésimo de segundo... un ápice... un cícero... una infinitésima milésima de segundo en que se prolonga esa mirada más de lo normal... Es cuando una mina te mira y vos tenes un sensómetro, un sismógrafo, que registra que esa mirada ha durado esa milésima de segundo mas allá de lo necesario, y es lo que te está diciendo a las claras que esa no es una mirada común, que esa mirada está pidiendo otro cruce de comprobación, que te está diciendo algo... -Mochila afirmaba con la cabeza, algo fastidiado--. Bueno... --no se amilanó Mario-. Esa fracción supletoria de mirada debería tener un nombre. Porque es una medida patron... Es un exceso de intensidad... Debería haber algo como el "miradómetro"... Una unidad de vision, de calentura...
- Bueno, bueno... Cortala... Dejá de hablar pelotudeces... -rogó Mochila-. ¿Y qué pasa? ¿Con esta mina no se dió nunca?
- En la puta vida de Dios.
- Ni te miró...
- Ni me miró ni... -Mario había sacado un encendedor y golpeteaba con él sobre el nerolite buscando la descripción mas gráfica-. O me mira y no me ve. Esa es la cosa. Por ahí me mira, pero lo que hace es solamente dirigir su vista hacia mí. Pero la sensación que yo tengo es como que yo fuera transparente. Que mira a traves mío. Que mira lo que está detrás mío. Digamos, que la profundidad de campo de la cámara de ella está situada seis metros detrás mío... Esa es la sensación que tengo...
Mochila se rascó la cabeza.
- ¡Mirá que sos antiguo! -dijo.
- ¿Por qué? -se ofuscó Mario.
- Andar fijándote en eso de las miradas y esas cosas... Eso es del tiempo en que los pedos se tiraban con gomera.
- ¿Y qué querés que haga? ¿Que vaya y le toque el culo?
- No, boludo. No te digo eso...
- ¿Cómo carajo hacés vos?
- ¿Cómo hago? ¿Cómo hago yo? ¡Voy y me siento con ella! Eso hago. Mirá que difícil. Y le empiezo a hablar de cualquier cosa... No podés entrar en la histeria de las minas, querido... Que te miro, que no te miro, que la profundidad de campo y todas esas pelotudeces...
- Es que... -Mario apoyó el mentón sobre sus manos cruzadas y vaciló. Por momentos lo asaltaba la idea de que no era un tema para hacer publico--. ¿Sabes qué pasa?... ¿Vos te acordás de "El Eternauta"?
- Sí, me acuerdo... Lo que no me acuerdo es quién trabajaba...
- ¿Cómo?
- ¿Quién trabajaba?
- No, boludo. No era una película. Era una historieta.
- Ah, sí... "El Eternauta". Algo me acuerdo...
- Esa que caía una nevada en Buenos Aires, una nevada radioactiva y morían todos...
- Algo. Algo me acuerdo --mintió el Mochila.
- Bueno, en "El Eternauta", aparecían unos tipos de otro planeta, que se llamaban los "Manos", que tenían...
- Mejicanos. "Manito", se decían...
- No, gil. No seas hijo de puta.
- Ah, no. Esa era "Cisco Kid".
- No te acordás de un sorete. Los Manos, que tenían una mano derecha llena de dedos...
- Como cualquiera -Mochila mostró su mano.
- No, muchos mas. Como hasta acá -Mario tiró una línea imaginaria desde la punta de sus propios dedos hasta el codo-. Bueno, esos tipos dirigián a varias especies de bichos extraterrestres que invadían la Tierra. Pero ellos, a su vez, estaban controlados por otra especie superior. Entonces. estos "Manos", que eran igual que nosotros salvo por esos dedos, tenían insertada en el cuerpo una glándula, una glándula que le llamaban "Glándula del Terror" y que les habían insertado esos cosos que los dirigían a ellos. Y... ¿para qué les habían insertado esa glándula? Porque los Manos, igual que los humanos, al sentir temor segregaban una especie de adrenalina y ésta, a su vez, activaba la glándula. Y entonces la glándula dejaba escapar un veneno y el veneno los mataba en minutos, nomás. ¿Me entendés? Si ellos se intentaban rebelar contra la especie superior, sentían miedo y, ahí nomás, cagaban la fruta. Linda idea, ¿no? Porque, además, había otra cosa, fijate. Algunos de ellos habían intentado operarse para sacarse de allí esa glándula pero, al operarse, sentían miedo, y de nuevo la misma cosa, activaban la glándula, ésta largaba el veneno, etc., etc., etc... Era ingenioso, ¿no? Piola como idea. De... ¿cómo se llamaba?... Oesterheld.
Mochila se lo quedó mirando un instante, con expresión confundida.
- Y.... ¿Qué queres decir con todo esto? -preguntó-. ¿Ahora me vas a salir con que vos tenés una de esas glándulas? ¿Me vas a pedir guita para operarte?
- No. No. No --Mario pegó con la punta de su dedo índice sobre la mesa--. Yo tengo una glándula pero de la pelotudez. Ese es el asunto. Una glándula de la pelotudez. Cuando a mí una mina me gusta mucho, como ésta, Marta... me pongo pelotudo. El mismo hecho de que la mina me guste mucho, me paraliza. Me pone tan nervioso que me pongo hecho un pelotudo, no sé lo que digo, hago boludeces... La glándula segrega algo que me idiotiza. Después pienso en las cosas que he dicho, o en las que debería haberle dicho y me quiero morir. Las minas deben pensar que uno es un retardado total. Y es precisamente porque me gustan demasiado. Es increíble. Con las minas que no me gustan no me pasa nada. Ahí soy un duque, soy Dean Martin. Jodo, soy ocurrente, hasta puedo ser brillante. Al pedo. Porque a quien yo quiero gustar no es a los escrachos.
- Mario... Mario... -Mochila trató de ser comprensivo-. Yo sé que esto pasa... Pero te puede pasar al principio, la primera hora, la primera...
- Década.
- No seas pelotudo. Si vos...
- Si yo me quedo solo con esta mina te juro que no me sale una palabra. La glándula me...
- Anda a la concha de tu madre vos y la glándula...
Se quedaron en silencio. Mochila miraba sin ver hacia la caja registradora, pegaba repetidas veces con la suela del pie derecho sobre el piso, fastidiado.
- ¿Sabes qué le dijeron a Pelé cuando debutó en Suecia? -preguntó de pronto. Mario negó con la cabeza, algo desacomodado.
- "Andate al medio campo y tocala corta." Eso le dijeron -agregó el Mochila. Mario entrecerró un poco los ojos, como buscando la metáfora-. O sea. Hasta que se te pasen los nervios, no tratés de deslumbrar, no tratés de ser brillante, no tratés de meter el pase de gol...
- Pero él era negro, Mochila...
- Es negro.
- ¡Es que ni siquiera pretendo ser brillante! Me bastaría con no ser tan imbécil...
- Tocá corto.
- Una teta le voy a tocar... -musitó Mario-. Además... además, Mochila, comprendeme --se irguió de pronto como para seguir hablando pero calló, prudente. El Pochi había entrado por la puerta de Santa Fe y Sarmiento, pero se quedó enganchado en la mesa de los fotógrafos. Mario retomó el tema-. Yo creo que las cosas se tienen que dar naturalmente. Vos vistes como es este boliche. Vos, por ejemplo, no conocés a alguien. Pero, de pronto, por ahí, mañana, estás sentado en la misma mesa con él. ¿Por qué? Porque te llama un amigo común. Porque viene a tu mesa a charlar con un amigo tuyo. Porque está en un grupo donde vos te acercás a preguntar algo. Es así... Entonces eso es mas natural, menos forzado. Yo me sentiría mucho más cómodo si se diera algo así con esta mina...
- Oíme Mario... Oíme... -Moreyra había pasado como una ráfaga, dejando un cortado sobrante, al tanteo, enfrente de Mochila-. Cuanto...
- Porque... ¿viste como es este boliche? -arremetió Mario-. Yo creo que el secreto de este boliche está en la proximidad de las mesas. Están muy juntas. Ahí radica el éxito de este boliche. Vos estás sentado en esta mesa y casi casi estás escuchando la charla de los de la mesa de atrás. Y se tocan las sillas, incluso -Mario se tiró hacia atrás sobre el respaldo y sonrió, ejemplificando-. Vos estás en una mesa y por ahí girás un poquito y ya te integras a la de al lado...
- Un conventillo.
- Un conventillo. Un día... -Mario se lanzó de golpe con el torso hacia adelante, confidente-. Un día yo estaba sentado en una mesa, y atrás, acá mismo, atrás, estaba la Flaca con unas amigas --bajó la voz--. Si yo me inclinaba para atrás la tocaba, con los hombros, o con la cabeza. La tocaba...
- Mario... -insistió Mochila con los ojos entrecerrados-. ¿Cuanto hace que decís que la venís marcando a esta mina?
- ¿A la flaca? Y... desde que la descubrí... Cuando era novia del barba... No sé. Un año... Un año y medio...
- Cuando era novia del barba... Vos te referís al Tito, al Tito Aramayo.... Bueno, te cuento, eso fue hace más de tres años, porque hace más de tres años que el Tito está en Porto Alegre. Casi cuatro años hace, por lo menos.
- Y... sí...
- Y en esos cuatro años.. -Mochila enarcó las cejas y cerró su mano derecha como si empuñara un cuchillo, señalando a Mario-. Escuchame bien, en esos cuatro años, esa situación que vos decís, que vos estás esperando, no se ha dado nunca. Nunca hubo un amigo sentado en la mesa con ella, ni ningún amigo te la trajo a la mesa con vos, ni se dió vuelta para pedirte fuego, ni estaba en un grupo donde vos podías haberte integrado... Nada...
- Nada... es verdad... Nada.
- ¿Y hasta cuando vas a esperar, Marito? -hirió de nuevo, Mochila-. Vas a ser un viejo choto y vas a venir acá con un bastón, con boina, con una cánula de suero puesta, para ver si alguna vez se da la puta casualidad de que te podés sentar con esa mina...
- Y... -se encogió de hombros, Mario.
- Oíme -Mochila giró la cabeza y pegó una rápida mirada hacia la mesa de la Flaca que, sola, estaba anotando cosas en una agenda--. Mirá, está sola. Al pedo. Voy, me siento con ella, hablo con ella y después te llamo...
Mario se secó la transpiración de la nariz, meneó la cabeza, pareció atacarlo la desesperación y estar a punto de ponerse a llorar.
- No, Mochila... No...
- Yo puedo hacerlo, pelotudo -se enojó el Mochila-. Te digo que soy amigo de ella. Lo he hecho un montón de veces. No va a quedar como algo forzado o...
- No, Mochila... Está llena de machos esa mina...
- ¿Cuando? ¡Ahora está sola, pelotudo!
- Ahora no. Pero... ¿Vos te creés que no la veo? La miro constantemente, te digo. Todos los días con un macho nuevo. Pendejos...
- Mejor para vos, mejor para vos. Si anda todos los días con un macho nuevo es que no anda con ninguno. Aparte, no te engañés, Mario. No te engañés. Yo conocía una mina que estaba buenísima. No podía ni caminar de buena que estaba. Lindísima, además. Y esta mina, me decía -hará un par de meses nomás, está casada ahora, tiene como cuatro hijos- me decía que cuando ella era joven, había fines de semana que se quedaba en casa como una boluda porque nadie la llamaba para salir. Los tipos la veían tan linda, tan rebuena estaba esa hija de puta, que todos pensaban lo mismo, eso que vos pensás también, que estaba llena de machos. Que la llamaban de todas partes del país para invitarla a salir, que Rainiero de Mónaco le ponía un télex para salir de joda. Entonces, no la llamaban. Y la pobre santa se quedaba como una boluda los sábados a la noche viendo televisión con una tía rechota que tenía...
- Este no es el caso... Este no es el caso... -negó Mario. Mochila volvió a darse vuelta, mirando sin discreción alguna hacia la mesa de la Flaca.
-- Está sola, boludo. Está haciendo tiempo. Aprovechá ahora --volvió a su postura anterior restregándose la cara con una mano, casi con desesperación--. Decí que yo no puedo...Pero...
- Además... Además... -buscó las palabras Mario-. No se puede. Yo no puedo ir y encararla así a esta mina, en frío... Hay convenciones. Hay convenciones que se juegan entre un hombre y una mujer y que hay que respetar.
Mochila lo miraba con una expresión cada vez mas atormentada.
- Sí, claro -dijo Mario-. Vos sabés, y ella sabe, y vos sabés que ella sabe que vos sabés, que si vas y la invitás a una mina a tomar un café, en realidad lo que le estás proponiendo es ir a cojer.
- No es tan así.
- Esa es la verdad. Esa es la realidad de las cosas. La verdad de la milanesa. Pero vos no podés ir, acercarte a la mesa y decirle "¿Vamos a cojer?". Porque aunque encierre el mismo significado, no es lo mismo. Para una mina no es lo mismo y tiene todo el derecho del mundo de mandarte a la reputísima madre que te parió, Mochila, es la verdad. Puede decirte "¿Usted por quién me ha tomado?" y hacerse la ofendida y tiene toda la razón. Hay que guardar ciertas normas de urbanidad. Vos dirás que es un hipocresía y todo eso, pero...
- Yo no digo que sea una hipocresía --expiró Mochila, agotado.
- ... vos tenés que dejarle una puerta abierta a la mina. No podes encerrarla, no podes dejarla sin opciones. Fijate vos, cuando yo anduve con la Zulema... -se entusiasmó Mario-. Hay minas con las que vos tenés ya todo conversado, todo claro, y no hay más que hablar. Cuando le decís de salir, te tomás un tacho y te vas al mueble derecho viejo, porque sabés que la mina no se va a descolgar con "¿Pero... adonde vamos? ¿Adonde me llevas?".
- "¿Qué son esas luces rojas?"
- "¿Qué son esas luces rojas?" ¡Nada de eso! Pero, por ejemplo, con Zulema, yo me las rebusqué para que me prestaran un departamento. Entonces fuimos a cenar, hablamos un rato y despues yo le pude decir "¿Querés venir a mi departamento a tomar algo?", con lo que le estás dando a la mina la opción de ir al departamento y después, si no le gusta la mano, negarse. No sé... decir... "Se me hizo tarde" o... "Vos me interpretastes mal"...
- Oíme... Vos sos una antigualla... Si la mina acepta ir a tu departamento es porque le gusta la mano y ya sabe como viene la cosa... No son tan boludas, Mario... ¿O te crees que somos nosotros los que atracamos?
- De acuerdo, de acuerdo --se apuró Mario-. Pero vos le estás dando la opción con el departamento. Si vos le tenés que decir "¿Vamos a un mueble?" ¿Qué opción tiene la mina? Vos le estás diciendo "vamos a cojer", lisa y llanamente. No le das salida.
- Si vos le decís "Vamos al departamento" también le estás diciendo "Vamos a cojer", querido. ¿O con quién estás saliendo? ¿Con Heidi?
- Ya sé... Ya sé... -Mario se mordió los labios, transpirando--. Pero no es lo mismo. Es una cuestión de elegancia. Si vos invitás a una mina a un hotel, estás dando por sentado que vos no tenías ninguna duda de que a esa mina te la ibas a pirobar, que era fácil, que era una fija. Es una cuestión de... dignidad, digamos...
Mochila meneaba la cabeza, negando.
- Sos una antigualla -suspiró-. Un relicario...
- Es difícil de explicar -insistió Mario-. Es como si vos vas a un bodegón y el mozo ve que vos tenés tal pinta de pordiosero que viene y, sin preguntarte nada, te pone en la mesa un pingüino de vino tinto de la casa. ¿Qué te queda por hacer en ese momento? Levantarte e irte, querido. Ese mozo te está ofendiendo. Porque aunque vos seas un pordiosero y se vea a la legua que no te podes bancar ni por puta un vino más o menos pasable, el tipo tiene la obligación moral de alcanzarte la lista de vinos y preguntarte "¿El señor tiene alguna preferencia? ¿Desea algún vino gran reserva?". Entonces ahí sí, vos podés devolverle la lista y decirle, tranquilo "No, muchas gracias. Tráigame un pingüino con tinto de la casa" porque la verdad es que no tenés ni un mango partido por la mitad para elegir otra cosa... ¡Porque es un problema de dignidad, mi viejo! ¡Te tienen que dar la oportunidad de elegir, ese es el asunto! Pueblos enteros han ido a la guerra por eso...
- ¿Porque vino el mozo y les sirvió un pingüino de...?
- No. Por dignidad.
- Oíme, Mario... -Mochila pareció animarse de repente-. Yo me levanto y voy a la mesa de la mina y le hablo.
La expresión de Mario fue de pánico. Advertía un atisbo de determinación inquebrantable en la voz del Mochila.
- No, Mochi, no jodas -se enojó.
- Voy, boludo. ¿No puedo ir, acaso? Todos los días hablo con ella...
- Vos tomás medio pingüino de tinto de la casa y te ponés a hacer boludeces, Mochila... Dejame de joder... No me gusta tanto despues de todo...
Mochila se puso de pie. Mario se tapó la cara con la mano. Luego la destapó y habló mirando hacia otro lado. Transpiraba.
- Dejáme de joder, Mochila. Sentate -rogó-. Yo no voy. Si vos me llamas yo no voy. Me voy a la mierda. Me voy al baño. Te juro que no voy...
- Oíme, boludo -se agachó un tanto, Mochila-. Hoy puede ser un dia histórico para vos. A veces las minas que menos bola parece que te dan son las que más te vienen marcando, al final de cuentas. No seas ingenuo. Las minas son muy histéricas, y ésta es de las más histéricas que conozco...
- Te juro que no voy, Mochila... Sentate, no seas boludo... No me hagas pasar un mal rato...
- Por lo menos te sacas la duda de encima, pelotudo. Si te da pelota, perfecto. Si no te da pelota, bueno, al menos te sacastes ese quilombo de la cabeza y ya no te andas preocupando si anda con un macho, o con cuatro, o con cinco mil...
- Dejáme vivir con la ilusión, Mochila... De veras... Sentate...
Mochila giró sobre sus talones y enfiló hacia la mesa de la Flaca. Mario, automáticamente, pivoteó sobre su silla primero hacia la calle Santa Fe y luego en sentido contrario, hacia el mostrador, como si estuviese sobre un sillón giratorio, fingiendo mirar hacia el teléfono público, los baños y las botellas expuestas sobre los estantes de vidrio. Se pasaba repetidamente las yemas de los dedos sobre las cejas.
Mochila se dejó caer, despreocupado, sobre la silla vacía enfrente de la Flaca y, al punto, ésta, sonriendo, cerró la agenda y comenzaron a charlar. No dejo pasar mucho tiempo, Mochila, y tras algunas preguntas livianas de rigor, encaró el tema con la practicidad de un ejecutivo joven.
- Che, Flaca... -casi anunció-. No mires ahora... ¿Vos lo conocés al muchacho que está sentado conmigo, el de lentes?
Ella dió una pitada larga a su cigarrillo, lanzó algo de humo por la nariz y dijo: "Sí, de acá. Del boliche".
- Bueno. Está muerto por vos.
Marta miró al Mochila con expresión entre dura e inquisidora.
- ¿Ese pajero? --preguntó luego, casi airada. Mochila asimiló, apenas, el golpe.
- ¿Por qué, "pajero"?
- Hace como mil años que se la pasa mirándome y jamás se ha atrevido a decirme nada.
- Lo que pasa es que... ehh... Es muy tímido...
- ¡Por favor! -la Flaca sacudió la cabeza revoleando un mechón de pelo-- ¡Es un pajero!
- No, Flaca -Mochila estaba casi acostado sobre la mesa, apoyando el brazo izquierdo desde la axila hasta el codo, buscando buenas razones con cautela de minero-. Es muy tímido... Te digo que es muy buen tipo... es un tipo interesante...
Marta extendió su mano derecha y la apoyó en el antebrazo de Mochila. Suavizó su tono y su mirada.
- Mirá, Mochila, te agradezco. Pero estoy cansada de la histeria de los tipos. Ya somos grandecitos. Ya no soy una pendeja...
- Pero lo parecés...
Marta estiró una sonrisa forzada.
- Te agradezco -repitió.
Mochila se quedó mirando un rato hacia la esquina de Sarmiento y Santa Fe. Como no encontró nuevos argumentos para su propuesta, se levantó cansinamente, saludó a la Flaca y se fue. Desandó cuatro pasos y volvió a su silla de la mesa compartida con Mario. Este, demudado, había pedido una medialuna de "La Nuria" y otro café, como para hacer algo.
- Ehhhh... -vaciló Mochila, mirando perdidamente hacia el baño.
- ¿Qué...? ¿Qué pasó? --tragó saliva Mario, intuyendo, quizá, lo peor.
- Dice que está esperando al novio...
Mario mordió un nuevo pedazo de medialuna. Meneó la cabeza.
- Te dije... -dijo.
- Qué cagada -musitó Mochila.
- ¿Viste? -Mario parecía aliviado.
- Pero, al menos, lo intentamos...
- Te dije... -Mario se acomodó los lentes, mirando hacia la calle, mientras apuraba el último bocado, limpiándose los dedos con una servilleta.
- Qué va a ser...
- ¿Será posible, este boludo del Sobo? -se quejó Mario-. Justo hoy que lo necesito y no aparece...

domingo, 23 de noviembre de 2008

El Imán - Oscar Wilde

Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera gritó:
-Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.

El Reflejo - Oscar Wilde

Cuando murió Narciso las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarlo.
-¡Oh! -les respondió el río- aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo lo amaba.
¡Oh! -prosiguieron las flores de los campos- ¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso. -¿Era hermoso? -preguntó el río.
-¿Y quién mejor que tú para saberlo? -dijeron las flores-. Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza...
-Si yo lo amaba -respondió el río- es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Mi Hijo el Físico - Isaac Asimov

Su cabello era claro de un color verde manzana, muy apagado, muy pasado de moda. Se notaba que tenía buena mano con el tinte, como hace treinta años, antes de que se pusieran de moda los reflejos y las mechas.
Una sonrisa dulce cubría su rostro y una mirada tranquila convertía cierta vejez en algo sereno.
Y, en comparación, convertía en caos la confusión que la rodeaba en aquel enorme edificio gubernamental.
Una chica pasó medio corriendo a su lado, se detuvo y la observó con una mirada vacía y sorprendida.
—¿Cómo ha entrado?
—Estoy buscando a mi hijo, el físico.
La mujer sonrió.
—Su hijo, el...
—En realidad es ingeniero de Comunicaciones. El físico en jefe Gerard Cremona.
—El doctor Cremona. Bueno, está... ¿Dónde está su pase?
—Aquí lo tiene. Soy su madre.
—Bueno, señora Cremona, no lo sé. Tengo que... Su despacho está por ahí. Pregúnteselo al primero que encuentre. —Se alejó medio corriendo.
La señora Cremona movió la cabeza lentamente. Supuso que había ocurrido alguna cosa. Esperaba que Gerard estuviera bien. Oyó voces al otro extremo del pasillo y sonrió contenta. Pudo distinguir la de Gerard.
—Hola, Gerard —dijo al entrar en la habitación.
Gerard era un hombre grande que lucía todavía una buena cabellera en donde empezaban a verse las canas que no se molestaba en teñir. Dijo que estaba demasiado ocupado. Ella se sentía muy orgullosa de él y del aspecto que tenía.
En aquel momento, hablaba en voz muy alta con un hombre vestido con atuendo militar. No pudo distinguir el rango pero sabía que Gerard podía manejarlo bien.
Gerard levantó la vista y dijo:
—¿Qué quiere...? ¡Madre! ¿Qué haces aquí?
—Quedamos que vendría hoy a verte.
—¿Es jueves hoy? Oh, Dios, lo había olvidado. Siéntate, mamá, ahora no puedo hablar. Cualquier sitio. Cualquier sitio. Mire, general.
El general Reiner miró por encima del hombro y con una mano le tocó la espalda.
—¿Su madre?
—Sí.
—¿Tendría que estar aquí?
—En este momento, no, pero yo me hago responsable de ella. Ni siquiera sabe leer un termómetro de modo que no entenderá nada de todo esto. Mire, general. Están en Plutón. ¿Lo entiende? Están allí. Las señales de radio no pueden ser de origen natural de modo que deben proceder de seres humanos, de nuestros hombres. Tendrán que admitirlo. De todas las expediciones que hemos enviado más allá del cinturón de asteroides, una ha conseguido llegar. Y están en Plutón.
—Sí, comprendo lo que está diciendo, ¿pero no sigue siendo imposible? Los hombres que están ahora en Plutón salieron hace cuatro años con un equipo que no podía mantenerles con vida más de un año. Así es como lo veo yo. Su objetivo era Ganímedes y parecen haber recorrido ocho veces esa distancia.
—Exactamente. Y nosotros tenemos que averiguar cómo y por qué. Puede..., puede simplemente... que hayan conseguido ayuda.
—¿Qué clase de ayuda? ¿Cómo?
Cremona apretó con fuerza las mandíbulas como si estuviera rezando interiormente.
—General —dijo—, estoy poniéndome en una situación precaria pero es remotamente posible que hayan recibido la ayuda de seres no humanos. Extraterrestres. Tenemos que averiguarlo. No sabemos cuánto tiempo puede mantenerse el contacto.
—Quiere decir —(en el serio rostro del general apareció una inedia sonrisa)— que quizá se hayan escapado y que en cualquier momento puedan ser capturados de nuevo.
—Quizá. Quizá. El futuro entero de la raza humana quizá dependa de que sepamos exactamente lo que ocurre. De saberlo ahora.
—De acuerdo. ¿Qué es lo que quiere?
—Vamos a necesitar en seguida el ordenador Multivac del Ejército. Tiene que abandonar el trabajo que está haciendo en este momento y empezar a programar nuestro problema semántico general. Todos sus ingenieros de Comunicaciones tienen que abandonar cualquier trabajo y coordinarse con los nuestros.
—Pero, ¿por qué? No entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra.
Una suave voz les interrumpió.
—General, ¿quiere un poco de fruta? He traído unas naranjas.
—¡Mamá! ¡Por favor! —exclamó Cremona—. ¡Después! General, es muy sencillo. En este momento Plutón está a una distancia de seis mil millones de kilómetros. Las ondas de radio tardan seis horas, viajando a la velocidad de la luz, para llegar de aquí a allá. Si decimos algo, tendremos que esperar doce horas hasta recibir una respuesta. Si ellos dicen algo y nosotros no lo entendemos y contestamos «qué» y ellos lo tienen que repetir..., perdemos todo un día.
—¿No hay forma de ir más rápido? —preguntó el general.
—Claro que no. Es la ley básica de la comunicación. Ninguna información puede transmitirse a mayor velocidad que la luz. Necesitaríamos meses para tener la misma conversación con Plutón que en pocas horas tendríamos nosotros ahora mismo.
—Sí, lo entiendo. ¿Y realmente cree que hay extraterrestres metidos en esto?
—Lo creo. Para ser sincero, no todos los que están aquí están de acuerdo conmigo. No obstante, estamos utilizando todos los recursos posibles para encontrar algún método de concentrar la comunicación. Tenemos que transmitir cuantas más señales posibles por segundo y esperar que consigamos lo que necesitamos antes de perder el contacto. Y ahí es donde necesito la Multivac y a sus hombres. Debe de existir alguna estrategia de comunicaciones que podemos utilizar para reducir el número de señales. Tan sólo el aumento del diez por ciento en la eficacia puede suponer un ahorro de una semana.
La suave voz interrumpió de nuevo.
—Dios mío, Gerard, ¿se trata de hablar un poco?
—¡Madre! ¡Por favor!
—Pero si lo estás enfocando todo al revés.
—Madre. —La voz de Cremona empezaba a traslucir una cierta impaciencia.
—Bueno, de acuerdo, pero si vas a decir algo y después esperar doce horas a que te respondan, es una tontería. No deberían hacerlo así.
El general emitió un bufido.
—Doctor Cremona, ¿quiere que consultemos a...?
—Un momento, general —dijo Cremona—. ¿A qué te estás refiriendo, mamá?
—Mientras esperas una respuesta —dijo la señora Cremona, seriamente— continúa transmitiendo y diles que ellos hagan lo mismo. Tú hablas continuamente y ellos hablan continuamente. Tú pones a alguien que escuche continuamente y ellos también hacen lo mismo. Si cualquiera de los dos dice algo que quiere una respuesta, puedes hacerlo, pero lo más probable es que te digan todo lo que necesites saber sin preguntar.
Ambos hombres se la quedaron mirando fijamente.
—Claro. Una conversación continua —susurró Cremona—. Sólo con un desfase de doce horas. Dios mío, tenemos que ponernos en marcha.
Salió de la habitación dando grandes zancadas y casi arrastrando al general. Al cabo de unos segundos volvió a entrar.
—Madre —dijo—, si me perdonas, creo que tardaré unas horas. Te mandaré a una de las chicas para que te haga compañía. O échate una siesta, si lo prefieres.
—No te preocupes, Gerard —contestó la señora Cremona.
—De todas formas ¿cómo se te ha ocurrido, mamá? ¿Qué te hizo pensar en esta solución?
—Pero, Gerard, todas las mujeres lo saben. Cualquiera de dos mujeres al videófono o simplemente cara a cara sabe que el secreto de hacer que se extienda una noticia es, sea lo que sea, hablar continuamente.
Cremona intentó sonreír. A continuación, y temblándole el labio inferior, salió.
La señora Cremona lo observó cariñosamente. Un hombre tan guapo, su hijo, el físico. A pesar de ser un hombre maduro e importante, todavía era consciente de que un chico siempre debe escuchar los consejos de su madre.

Despertar - Nicolás Bertola

Desperté. Ha pasado el día más largo de mi vida aunque no lo recuerde, aún sin la certeza de que haya sido mi vida la que acabo de dejar en el sueño.
Todavía me parece una extrañeza de la que nadie comprenderá, con la seguridad de que los hechos sean esclarecidos, qué me ha pasado.
Recorro con el movimiento más largo del que pueda acordarme, sin recordar nada, con mis ojos lo que me rodea, los que me rodean. Intento mantener la calma esperanzado que otro sentido ocupe el lugar que le corresponde y esas agujas con sondas en mi brazo a la basura. Nada puedo hacer más que seguir jugando a ver, escuchar, tocar, oler, sentir con mis ojos. Imposible lograrlo por completo.
El hombre de campera de cuero no se da cuenta que puedo ver. La chica de cara triste y gestos silenciosos a pesar de que me mira incesante pareciera tampoco notarlo, es como si viera dentro de ella lo que quiere tener enfrente, el pasado, con seguridad.
Podría explicar y demostrar que existe el dolor sin siquiera sentir, podría dar clases de cómo hacer que la mente mantenga en la memoria tantas cosas, tantas palabras cual si fuera una página escrita, no, varias, pudiendo de un solo vistazo recurrir a cualquiera de ellas, cualquier frase en cualquier momento. No tengo muchas opciones, es lo que me queda, si tan sólo conociera una forma de extinguirme y ver lo que hay más allá de esta cama y esta habitación, de esta enfermera que pasa y pasa sin importarle nada.
Despierto otra vez luego del segundo día más largo de mi vida, y vaya a saber quién... no fue el primero. La enfermera sujeta con un cordón una de las cortinas para que el sol pueda entrar por la única ventana. No lo hace para mí, sino para la chica de rostro caído que se dispone a quitarse un pesado sweter de lana. Acaba de llegar y yo despierto con ella. Al comprender puedo disfrutar del sol que no era para mí y la rosita que se erige en el florero de la mesa de enfrente de la cama, a un lado de la silla donde la chica se sienta, a una mirada de distancia y sólo yo pudiéndola ver sin tocarla. Dura poco la alegría si se entremezclan el sentimiento de la impotencia, pero es inevitable, tampoco puedo llorar.

jueves, 20 de noviembre de 2008

El Almohadón de Plumas - Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. -No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. -¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. -¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. -Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer... -¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. -¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. -Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. -Levántelo a la luz -le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. -¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca. -Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Botella al Mar para el Dios de las Palabras - discurso Gabriel García Márquez

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!» El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras. Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global. La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso? Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una? Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

martes, 18 de noviembre de 2008

En Memoria de Paulina - Adolfo Bioy Casares

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía. Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad. La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos. Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección . A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción. La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita. Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores. -Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos. Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche. -Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante. Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión. Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó. Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento. Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa. Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud. Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo: -Paulina está mostrando la casa a Montero. Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero. Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina: -Es muy tarde. Me voy. Montero intervino rápidamente: -Si me permite, la acompañaré hasta su casa. -Yo también te acompañaré -respondí. Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio. Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije: -Has olvidado mi regalo. Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero. No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido. Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa. Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing. Al verla, exclamé: -Estás cambiada. -Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento. Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud. -Gracias -contesté. Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto: -Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó. -Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería. Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó: -Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos. -¿Quién? -pregunté. En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas. Paulina contestó con naturalidad: -Julio Montero. La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté: -¿Van a casarse? No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento. Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad. Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco . Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde. Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado. Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina. Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó: -Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie. Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente: -Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio. Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó. Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia. -Buscaré un taxímetro -dije. Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó: -Adiós, querido. Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero. Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme. Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar. Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho. Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla. La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires. A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre: -¿Tostado o blanco? Le contesté, como siempre: -Blanco. Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío. Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro. Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido. Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente. Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor. La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad. Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa. Paulina dijo: -Me voy. Julio me espera. Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido. Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca. Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.) Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia. Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz. No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde. Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten. ¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina? Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía. Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años. Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina". Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías). Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo. Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando. No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde. Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia. Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio. Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina. No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo. Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo. Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan. -¿Dónde vive Montero? -le pregunté. Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan. -Montero está preso -contestó. No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó: -¿Cómo? ¿Lo ignoras? Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años. En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan: -¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? Morgan se acordaba. Continué: -Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero? -Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo. Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté: -¿Sabe que murió la señorita Paulina? -¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía. El hombre me miró inquisitivamente. -¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe? Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama. Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte". Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca. Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad. Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman. Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival. La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada. Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos. La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca. Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él. Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.